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Soy
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En Noviembre
de 1999, dos meses antes del fin del mundo según las catastróficas
predicciones, escribí estas líneas que llame “Bitácora
de un viaje con final pendiente”. Días antes otro mundo,
uno personal, había terminado: un mundo que había
transcurrido durante los últimos dos años y en el
cual mi vida giró y cambió. Este movimiento centrífugo
de larga duración prometía tener no pocas repercusiones
para aquellas fechas, si se imagina que girar durante dos años
más que mareo causa adicción.
La adicción de viajar,
de mantenerme en movimiento, debo haberla heredado, como heredé
la miopía, las barbas y el gusto por el dulce de zapote negro,
por parte de la familia materna. Mi madre, irremediable viajera, debió
alimentarme con leche muy agitada, agitada por sueños de recorrer
primero el país en busca de pueblitos con iglesias coloniales,
y más recientemente otras partes del mundo. Sus dos hermanos
ya daban cuenta también de este ánimo nómada
cuando años antes de que yo viniera al mundo ya habían
recorrido leguas y caminos que más tarde yo mismo caminaría.
Y el escenario al que llegué no fue sólo por esa parte
de la familia. Mis tías paternas andaban explorando la China
comunista el año en que nací, mi padre se convirtió
durante un año en un grupo de postales y cartas desde Japón.
Con esto habrá de quedar claro que uno además de hacerse,
nace. Y si bien asumo y gozo el esfuerzo personal, es claro que me
tocó nacer en un lugar y tiempo en el que eventualmente el
viajar llegó a ser para mí un verbo superior a muchos
más. Que esto haya sucedido y se narre en un párrafo
así de sencillo, no quiere decir que haya acontecido de igual
manera. Si bien durante toda mi infancia y adolescencia algún
día no comí, fue por berrinche u olvido, en la casa
nunca faltó el pan. Pero en aquel entonces quienes viajaban
no éramos nosotros, eso era para los familiares ricos nada
más. Yo crecí pensando que Acapulco sería lo
más lejano que conocería, viajes eternos en enormes
coches en los que el destino parecía no llegar nunca, Falta
mucho? Y volverse a dormir. Lo máximo fue el viaje a Disneylandia,
una semana en Los Angeles y la emoción de subirse a un avión.
De vuelta al penúltimo
mes de 1999, la palabra viajar es diferente ahora, ya quien lee
podrá formarse una mejor idea de esto, pues estas líneas
que fueron un día el inicio de una bitácora sin fin,
lo siguen siendo hoy más aún. Sigo escribiendo esta
historia, la historia de un viaje que en aquel noviembre pensé
que estaba por concluir, pero que al parecer continuará al
menos durante los próximos años: un viaje con final
pendiente.
I. Soy mi normalidad, dónde
estoy?
Algunas historias tienen
un final feliz, y es mejor contarlas comenzando desde el principio,
al paso de quienes saben narrar, así uno sabe que cuando
las cosas empiezan a ir mejor llegará la promesa de que todo
estará bien y quien lee quedará creyendo que los personajes
vivirán, al fin, felices para siempre; la historia que aquí
se leerá, en cambio, comienza por lo que podría ser
el final, ya sea porque no termina con un desenlace especialmente
feliz o, para ser sinceros, porque todavía no tiene uno,
o, para ser aún un poco más sinceros, será
quizá porque quien esto escribe todavía no sabe si
lo tiene o lo tendrá, si es que las cosas de este mundo tienen
en verdad un principio y un final, ya sean felices o tristes, o
mejor acaso, sin un estado de ánimo en particular.
Dejemos entonces que
esta incierta historia comience por contarnos que hubo una vez alguien
que inició y concluyó un viaje en el que circunavegó
la Tierra, haciendo una pausa para aclarar que el saber esto de
antemano no le resta emoción o mérito al resto de
la lectura, que se dedicará más a los cómos
y los porqués de tal viaje, que a cantar victorias o sembrar
en quien lee, dudas sobre la suerte y el destino del viajero. Que
se sepa de una vez que éste fue y vino, pues quien lo vio
antes y lo ve ahora casi nada distinto podría decir sobre
él, mientras sobre el viaje poco podría especularse,
si empezamos por decir que éste comenzó y terminó
en el mismo lugar. Seamos francos pues, no se trata de un viaje
como la mayoría de los viajes que llevan y traen a la gente
a algún lugar, y entonces puede uno decir "Fulanito o fulanita
fue a tal y tal lugar", dejando sin aclarar que también regresó,
pues la cordura omite esa y otras obviedades de la plática
regular. Pero que esta falta no disminuya la emoción de quien
lee, si bien a primera vista uno tiene que decir "El destino de
este viajero fue su mismo origen", más adelante se verá
que salir con la vista puesta en el sitio de partida no es tan inusual
como podría sonar en principio, y ahí están
para confirmarlo los atletas que usan de meta el mismo lugar de
la pista del que primero salen corriendo despavoridos, sin que nadie
se pregunte porqué apurarse a correr tan aprisa para llegar
a fin de cuentas al mismo lugar. Y así como el atleta no
podría ganar quedándose en el mismo lugar sin recorrer
la pista, este viajero ganó, aunque a ciencia cierta no se
sepa qué, saliendo y llegando al mismo lugar pasando antes
por lugares varios, de los cuales, y hasta donde le sea posible,
esta historia narrará.
- Llegué pues,
y llegué bien. Al menos pies, manos, ojos y el resto de éste
mi cuerpo ya están aquí de regreso, todos formando
una pieza como antes. Así un día salí con rumbo
al poniente, como el que quiere andar el camino por el que se pierde
el Sol cada día. Lo seguí no con el afán exploratorio
de un navegante, ni por una literaria apuesta de concluir la vuelta
al mundo antes del octogésimo día, ni por confirmar
de vista la diaria batalla entre el astro rey y la Luna y sus secuaces,
las estrellas. Lo seguí porque sabía que nunca lo
alcanzaría, pero me imaginaba que en el camino algo que cautivaría
la atención y el ánimo podía pasar. El problema
en todo caso es que no sé si ese algo interesante pasó
o si más bien fueron varios algos interesantes los que pasaron
o se quedaron, o si siquiera existe algo interesante, o si lo interesante
es como lo nuevo o lo mismo, atributos que nos inventamos para calificar
las cosas a veces de un modo y a veces de otro, siempre más
en relación a su entorno que por su mérito propio.
De cualquier forma si bien hoy todas las partes de mi cuerpo están
de vuelta, y éste cuerpo es, según los calendarios
y relojes que un día inventamos y que hoy nos inventan, un
día más jóven, mis pensamientos, eso que llamamos
lo intangible, lo otro, no estoy tan seguro que también estén
de vuelta ya, o si vayan a ir regresando poco a poco, o si tenga
que crearlos nuevamente a partir de lo que pueda recordar que alguna
vez fueron, o si valga la pena el intentarlo, como si la lagartija
al quedarse sin cola perdiera el tiempo en concentrarse para que
ésta le vuelva a crecer otra vez. Es ese algo lo que se sabe
que es parte de uno pero no se ve ni se mide, ni se puede poner
a dieta o broncear, lo que en estos días he extrañado.
Esa parte de uno que no vive y que confiamos que tampoco muera ni
se pudra o se queme como el resto de lo que somos, es la que he
notado ausente desde que regresé. Difícil de explicar
la ausencia de algo difícil de entender, pero es una más
de esas cosas que sabemos que existen aún sin haberlas visto,
como la religión o la tecnología, que las presiente
uno sólo por sus reflejos y por los productos de la fe puesta
en ellas.
- De este u otro modo
con el paso de las horas y los días desde que regresé
he sentido que no estoy aquí. A mi alrededor la gente habla
y va y viene y, aunque hay algunos cambios, es fácil reconocer
el lugar y mi cuerpo en él, pero ahora las cosas no encajan
tan naturalmente como antes. Todo sigue siendo como siempre ha sido
y sigue cambiando como siempre ha cambiado, pero hay algo, algo
que sin saber qué es, sé que no es igual.
- Varias cosas he intentado
ya. Desde que llegué he probado los tacos de canasta, las
golosinas y la recámara de mi infancia, los amigos y las
exnovias, las quesadillas y los tamales, el atole, la familia y
las mascotas, más y de otros tacos, tequila y mole, tortillas
hechas a mano, la conversación con el extraño no tan
extraño como los de otros lugares, más familia y más
amigos de otros tiempos, las escuelas y los vecinos, en fin, rastros
y pistas que traigan o me lleven al tiempo de antes, pero nada ha
funcionado. Vivo, voy y vengo como viendo todo lo que pasa desde
fuera. Quizá han sido demasiados y tantos ires y venires
que por un tiempo me tienen como al que baja de una montaña
rusa y no está seguro del arriba y el abajo, o si hay diferencia,
o si importa.
- En fin que en esta
confundida condición es desde donde tomo un lugar para recordar
los días de antes y durante el viaje, para intentar poner
un orden a lo visto, y más bien a lo pensado, en los últimos
meses con dos propósitos. El apremiante es uno egoísta,
el propósito de aliviar el mareo espiritual en el que me
encuentro. El otro, duradero, es uno colectivo, el propósito
de compartir.
A estas alturas quien lee
se ha enterado, por el viajero mismo, que éste fue y vino sano
y salvo, sabe también que aunque se dice aparentemente completo,
en sus palabras se nota cierta duda, y también sabe ya, o lo
intuirá, que esta historia no será como otras muchas,
pues el final se ha contado ya, al menos hasta donde el protagonista
es capaz de verlo. Y para no cambiar el ritmo de las cosas, el lector
ha de saber también que el orden de esta historia no será
cronológico, los tiempos y lugares se mezclarán como
se mezclan en la memoria. La realidad en esta historia será
tan real como el olvido y el invento, la imaginación y los
vacíos propios de quien escribe sobre tiempos cercanos y lugares
lejanos, contradicción que inspirará, y con razón,
poca confianza, pues es de esperarse que aquel que cambia de lugar
y vida tan a menudo no pocas cosas inverosímiles terminará
creyendo y narrando. Sea en todo caso el lector quien juzgue de acuerdo
a sus propias experiencias, y memorias de las mismas, tanto lo que
aquí dice el viajero como lo que se dice sobre él.
- Caminar tiene algo,
es más que mover los pies, uno y otro siguiendo la secuencia
que desplaza, no es palabra de una sola acción, generalmente
para mí caminar ha sido también pensar. Claro, quien
avanza alternando uno a uno los pasos termina moviéndose,
va de un lugar a otro o regresa al mismo pasando por un tercero,
pero al hacer esto mis pies no sólo mueven el resto del cuerpo,
mi mente también se desplaza en el proceso. A veces dirigida,
se mueve calculando, revisando los caminos que recorre, pero las
más de las veces camina un poco en desorden, siguiendo líneas
muy distintas del pensar. Y cuando es así, uno le toma un
gusto al caminar de un lugar a otro como sin mucha prisa, como observando
un poco y soñando más.
- Ya este placer lo
había yo descubierto cuando el Viernes Santo de 1997 decidí
empezar a caminar antes del amanecer hacia el Lago de Pátzcuaro
en Michoacán. Desperté con la idea y dicen que las
ideas primeras de la mañana son buenas, así que emprendí
el paso y seguí caminando durante el resto del día.
A veces perdido, otras cansado pero siempre durante ese día
feliz, caminé y caminé por brechas pasando por poblados,
admirando cielos, cultivos, paisajes y pensamientos. El sol terminó
ese día su recorrido y yo el mío, o él conmigo.
Las piernas, la carne siempre susceptible a las leyes de la lógica,
no resistieron más, pero el placer de escuchar el viento,
de ver al niño sobre el caballo galopando a la distancia
y de reconocer tras la última llanura el Lago y conquistarlo,
es más intenso y duradero que cualquier cansancio.
- Después de
esta iniciación, otros lugares han visto el transcurrir de
estos, mis pobres y lentos pasos. Algunos han sido lugares silenciosos
como ese caminar al Lago, las veredas por plantaciones de té
en los Himalayas, las calles desiertas de los oasis egipcios, las
carreteras andaluzas, o las caminatas por la Sierra Tarahumara,
y de algún modo en estos ambientes el caminar y el pensar
comparten el ritmo con el entorno, lo que ocurre dentro y fuera
es compatible, lo que entra por la vista se disfruta y asimila,
le dan a uno tiempo, lugar y ganas para recrearlo e imaginarlo como
algo cierto.
- Pero también
hay otros sitios por los que mis pasos me han llevado que no son
así, lugares en los que el mundo se divide en dos partes
incompatibles que luchan por ser verdad y terminan siendo realidades
paralelas incongruentes: el dentro y el fuera. Calcuta es uno de
esos lugares. La frase "caminar por Calcuta" es casi una contradicción
para mí, sobre todo al recordar que a menudo caminar ha sido
sinónimo de pensar. Y es que Calcuta, como uno de los sitios
más representativos de La India, no fue para mí un
lugar para pensar.
- Llegué a Calcuta
después de vivir un tiempo en Singapur, ese lugar que tenía
que ser también geográficamente una isla para ser
coherente con el aislamiento excepcional de su entorno. Con la pulcra
fama de Singapur y el antagónico prestigio de Calcuta, fue
como ir de un polo a otro, comparación en la que omito valores,
pues ambos, como todos los lugares habitados por humanos, tienen
cargas positivas y negativas en más de un par de cosas. En
fin que habiendo salido del aeropuerto Changi y aunque advertido
iba por amigos de esa ciudad, entrar por primera vez a Calcuta no
fue una impresión fácil de olvidar. En un principio
pensé que las calles, los coches y en general la vida que
se puede percibir a primera vista, era muy similar a la de México.
De alguna manera Calcuta se veía más cercana a la
ciudad de México y eso me hizo sentir un lugar familiar.
- Pronto la imagen empezó
a cambiar y la familiaridad se alejó al menos del México
actual. En todo caso el caos de Calcuta me hizo pensar más
en el México del futuro no-tan-lejano que en el de hoy en
día, en el México que amenaza en alcanzarnos. Al salir
del aeropuerto me rodeó un grupo de taxistas que se veían
dispuestos a todo con tal de llevarme a donde yo quisiera a cambio
de 200 rupias, según ellos un regalo. Un robo según
Mal y Joe, una pareja de neozelandeses que habían estado
antes en India y sabían interpretar este tipo de 'ofertas'
y con quienes terminamos compartiendo un taxi por menos de la mitad.
Ese primer trayecto hacia el centro de la ciudad fue también
una introducción a varios aspectos de la cultura hindú.
En cuanto al tráfico, en India no lo cantarán como
en León Guanajuato, pero es mucho más cierto que la
vida no vale nada. En las calles se libra una batalla campal entre
metal y carne, el que tiene más valor o menos miedo pasa
primero y la única regla es no seguir reglas.
- Los "Ambassador" son
los coches de modelo hindú más populares en toda India
y en Calcuta son el sinónimo de vehículo motorizado,
son calles llenas de Embajadores del Caos. De diseño clásico,
formas redondeadas y lámina de grueso calibre, dan a la lucha
por el tráfico un grado de dificultad extra y al peatón
un grado de temeridad y un mérito mayor. Conforme nos acercaba
el taxi a la ciudad también tuvimos lección intensiva
de gritos e insultos en bengalí por parte del conductor,
que se mezclaban con el ruido de los motores y el inagotable sonar
de las bocinas de camiones, autobuses, motos y coches. Otros terrores
metropolitanos se ven y viven a diario en muchas ciudades como Bangkok,
Cairo o México, pero Calcuta es vencedor indisputable en
la coronación por la mayor máquina de ruido, humo
y caos. Entre los vehículos a vuelta de rueda la vida pasa,
los peatones van y vienen, los limosneros, las vacas, las bicicletas,
los vendedores ambulantes y los 'rickshaws' o carretas impulsadas
todavía hoy por hombres sin rostro, sombras de humanos, descalzos
y con la piel tostada pegada al hueso, todo se mezcla y da forma
a un aglomerado amorfo difícil de creer aún cuando
uno es parte de el.
- Calcuta es un mercado,
es una puesta en escena, un carnaval y un desfile, es un congestionamiento
vial permanente y es también un basurero, y un museo. Estas
y otras varias realidades en diferentes capas suceden en el mismo
lugar, ocurren simultáneamente y a eso me refiero cuando
aclaro que caminar por Calcuta es incongruente, es ser parte de
lo que está pasando en la calle de un modo que no permite
la distancia y confunde las ideas, diluye el límite entre
acción y reflexión. Quizá por esto a la orilla
del río en Calcuta se diseñó un gran espacio
verde al que regularmente la gente puede escapar enmedio de la ciudad
y tomar un respiro. La reina Victoria descansa estatuaria en su
trono y desde este lugar teniendo en primer plano a los jardines,
sólo ve cruzar de vez en cuando a los mismos tranvías
que todo el siglo han soportado la sobrecarga diaria de gente e
historias, y no se imagina que un poco más allá, al
pie de los edificios hay un bullicio de mendigos, gente que va y
viene, sale del metro y se cuelga de un autobús, y un caminante
recién llegado, que como ella no alcanza a preguntarse y
menos a comprender lo que ve.
- Ya desde los primeros
días en India aprendí a fuerza de percibir y no pensar,
a desconfiar de quienes, generalmente visitantes, tratan de definir
La India. Cuando alguien comienza a decir "La India es…" tiendo
a no escuchar el resto de la frase, pues en carne propia empecé
a darme cuenta que en todo caso India es eso y todo lo demás
que se pueda decir. Desde el primer día en que emprendí
el recorrido a pie por Calcuta supe que el calor, la sensualidad
y el sabor de India es mejor percibirlos que tratarlos de entender.
De ahí en adelante preferí abrir los ojos y evitar
en lo posible los "porqués?".
- En ese contexto, el
conocer a Rita fue no sólo una de las mejores experiencias
en Calcuta sino en todo mi paso por India. Ella me ayudó
a hacerme menos preguntas y a disfrutar más lo que apenas
podía entender. Habiéndonos conocido por Internet,
el primer día en Calcuta le llamé a su trabajo y quedamos
de vernos a la entrada de un cine cercano al albergue del Ejército
de Salvación, en donde me hospedé. Rita tiene toda
la sensualidad de la mujer hindú y una sorpresiva afinidad
nos hizo identificarnos casi increíblemente, compartiendo
gustos cinéfilos y literarios. Era un placer conocer a alguien
en la antípoda del mundo con quien conversar sobre poesía
tanto latinoamericana como bengalí e hindú y los pocos
días que compartimos se dio entre nosotros una identificación
especial, elemental en cualquier amistad verdadera. Caminar por
Calcuta en compañía de Rita le trajo a la reflexión
otro sabor, sus palabras y sonrisa acompañaban las breves
explicaciones sobre Bengala e India, la historia y la realidad actual
y yo torpemente intentando comprender sus palabras y respondiendo
como mejor pude, que no fue muy bien, a sus dudas sobre ese mi lejano
país, México.
- Rita me enseñó,
entre otras cosas, a comer con la mano. La introducción a
la comida bengalí tenía que ser placentera y a partir
de ese momento supe que una cultura capaz de darse ese placer gastronómico
merecía ya todo el orgullo y admiración que en las
calles intenta ocultarse. Comer con la mano no es, como a primera
vista parece a nuestros ojos, simplemente llevarse con la mano la
comida a la boca, es todo un proceso de degustación y saboreo
que supera a la boca y conquista los otros sentidos del cuerpo.
Debía ser algo hindú, ilógico para el extraño
pero terriblemente sencillo y natural para quien lo vive, de innecesaria
comprensión. Y que al leer esto no se olvide que el iniciado
es mexicano, de un lugar en el que la tortilla nos acerca al placer
del alimento multisensorial, pero el proceso de amasado, de combinación
de salsas y especias en el plato y la manipulación del bocado
es algo distinto, algo que hasta que no se hace no se disfruta,
y me evito otras comparaciones. El hilsa es el guiso que más
orgullo despertó en Rita, quien como buena bengalí
destaca los méritos y bondades de la cultura de Bengala a
la menor provocación. Pescado local, tiene un espacio y tiempo
en la comida, como cada platillo, pues a pesar del caos del entorno,
paradójicamente a la hora de comer el bengalí sigue
un orden casi compulsivo en la secuencia de los platillos y la correspondencia
de las salsas y los curris con cada platillo. Sabores agridulces
primero, guisos en orden de picante y así cada verdura y
pescado. Desde luego que mi desobediencia por la ignorancia de estas
reglas tácitas pero estrictas en la secuencia de platillos
y mi poca pericia con el uso de las manos, nos tuvieron la mayor
parte de la comida y de esa tarde de buen humor a nosotros y supongo
que también a los meseros y a los otros comensales del lugar.
- En Rita, en sus ojos,
en sus palabras y en su presencia encontré los mejores rasgos
de la cultura hindú, y entonces la incongruencia de Calcuta
se hizo mayor. Mientras caminábamos por esas calles y al
ser asediados por mendigos, vendedores y estafadores, no podía
entender al contemplar el espectáculo decadente, que esta
urbe hubiera sido capaz de servir de cuna a alguien con la sensibilidad
y delicadeza de Rita Bhatacharjee. Esta y otras muchas paradojas
sean quizá lo más acertado a una definición
de un lugar que lo es todo sin serlo.
- Así terminó
el principio de mi recorrido por India, caminando Calcuta. Caminando
intentando no pensar sino sentir. Imaginar cómo el tiempo
aquí no pasa, ver y lidiar con la idea de ejércitos
de familias habitando la calle, comiendo, reproduciéndose
y muriendo ahí, heredando el espacio público durante
generaciones, y fue entonces y con la ayuda de Rita, que decidí
buscar una compañía que estuviera conmigo durante
el viaje y me explicara, a su modo, su propia visión de India.
Elegimos entre los dos a los mejores: autores literarios hindús
contemporáneos, los hijos de la medianoche según la
definición de Salman Rushdie, aquellos escritores que nacieron
en un país llamado India que antes de ellos, antes de 1947,
no existía y sin embargo tiene una de las historias más
antiguas de la humanidad. Paradoja como todo en India, como el caminar
por Calcuta. Durante el resto del viaje los libros de Narayan, Rushdie,
Chattarjee, Satyajit Ray, Tagore, Vikram Seth y Gita Mehta darían
más peso a mi equipaje y a mi experiencia, enseñándome
otras paradojas y otras realidades hindúes.
Sirva para quien lee, el
saber que la melancolía que acompañan estos recuerdos
sobre los primeros días en India, no es algo extraordinario
en la recapitulación de las experiencias de nuestro viajero.
El sujeto cree haber capitalizado las enseñanzas místicas
de aquellas latitudes y hoy lo encontramos inconfundiblemente más
filosófico que antes de partir por el mundo en el viaje que
nos ocupa. No es cosa de notarse en su caminar o a simple vista, hay
que haberlo conocido antes y ahora para confirmarlo. Y tampoco es
algo que un día haya ocurrido de repente, uno no sabe bien
en qué momento empieza a caminar o en qué otro se empieza
a enamorar, o cuándo se hizo uno viejo y es tiempo prudente
de morir. Así pasan las cosas y así la vida del que
viajó y regresó, de pronto lo vemos hablando menos y
escuchando más, o acaso será que al estar callado no
escucha a los demás sino a sí mismo, pensando. O será
de algún otro modo, pero en esta historia se irá viendo
que habla de cosas pasadas como siempre mejores y de amigos distantes
como siempre ideales. No es sino hasta que el pasado se hace presente
cuando iremos adivinando dimensiones más reales de lo narrado.
Y es que comparar el caminar con el pensar no es algo que se crea
tan fácilmente en tiempo presente. Cuando hay que ir, se va
y no se va pensando que en vez de caminar está uno pensando,
ni que al detener el paso también las ideas lo harán.
Es algo, como mucho de lo que aquí ha de decirse, que se aprecia
mejor en tiempo pasado.
- Pero si han habido
ocasiones en que el caminar ha sido pensar, en Marrakesh aprendí
a cultivar lo opuesto. Y no a caminar sin pensar, sino a pensar
en reposo. Después de las semanas atravesando India y pasando
por Inglaterra, la semana final del viaje fue simbólica en
varios sentidos. El Mahgreb, esa zona que hoy es Marruecos y que
en árabe significa 'donde se pone el sol', era la última
escala del viaje que empezó siguiendo la ruta del sol y que
tuvo a bien comenzar por el país del sol naciente, sin olvidar
que el viajero desciende del pueblo que rendía tributo al
rey astral. El simbólico Sol y mis reservas terminaban con
mi camino y tocaban el quinto continente del recorrido, 21 meses
después de haber zarpado. Ahí donde en la antigüedad
terminaba el mundo ahora empezaba el mío y se acercaba el
momento de regresar a una vida que se había quedado en pausa
por dos años y a la que ya tenía ganas de reencontrar
sin saber muy bien cómo hacerlo.
- Con la mochila al
hombro llegué a Casablanca, desde donde tomé el tren
directo a Marrakesh, histórico lugar de encuentro de culturas
y tiempos. Y aunque originalmente planeaba circular por Fez y Rabat
como haciendo un circuito por los puntos más interesantes
del país, en nombre de la verdad he de decir que el bullicio
de Marrakesh me atrajo tanto que decidí dedicar toda la semana
a sentir el lugar y en pocos días conocí, aprendí
y ejecuté con maestría la actividad local por excelencia:
sentarse a ver pasar la vida desde la mesa de un café.
- Estando ahí
pensé que el aire afrancesado de la ciudad junto a la palpitante
cultura árabe y los rasgos bereberes locales hechizaban el
ambiente y decidí disfrutarlo en reposo. La bitácora
de esos días listaría al pie de la letra las actividades
a realizar: sentarse todo el día en distintos cafés
y restaurantes de la ciudad, por la mañana leer un libro
y tomar té de menta, desayunar y caminar, pero no mucho,
por las callejuelas de la ciudad antigua, si acaso en busca de otro
café. Por la tarde leer el periódico que llegaba de
España y tomar más té de menta. Escribir y
tomar notas, y en casos más extraordinarios, salir a tomar
fotografías. Fue ahí sentado en los cafés de
Marrakesh donde descubrí la verdad detrás del dicho
bereber "Lo despacio es de Dios, lo rápido del Diablo". Esta
filosofía me llevó a las palabras de Kundera sobre
el valor de lo despacio contra la moderna prisa de ésta,
nuestra civilización del tercer milenio, y entre “La Lenteur”
y otras cosas pensaba mientras vivía la vida marroquí,
saboreándola.
- Cuando no estuve sentado
en los cafés, me di a la tarea de conocer los platillos marroquíes.
Los caracoles, los platos rebosantes de cuscús, el sabor
de la canela en la pasilla y los jugos de naranja, todo preparado
y disponible en la plaza con más vida del mundo, la Place
Djemaa el-Fna. Lugar de reunión de encantadores de cobras,
malabaristas y acróbatas, contorsionistas, magos y adivinos,
músicos y bailarines, tatuadores, merolicos y vendedores
de elíxires, actores y faquires, en fin, todo un regimiento
de seres extraordinarios que durante todo el día, y especialmente
a la puesta del sol, se amontonan en ese espacio en busca de locales
y visitantes que acuden a la cita a jugar de espectadores y a dar
a cambio unas monedas.
- Como escenografía
a todo esto, la arquitectura marroquí. Mezquitas, minaretes,
murallas y edificios con el exquisito gusto morisco de patrones
geométricos indescifrables y perfectos, de caligrafías
entrelazadas y proporciones estudiadas. Fue ahí, en ese ambiente
de obras y gentes extraordinarias, donde retomé un ritmo
de fin de viaje con el que llegaría a México con menos
expectativas y más paciencia, respirando más profundo
y habiendo aprendido a pensar no sólo al caminar, también
en el reposo.
En las palabras de este
caminante, que ahora deja el andar y toma el narrar, hay un aire de
quien piensa que recorrer el mundo es ser de él. Tiene su actitud
pasiva y sedentaria un sabor de auto- complacencia más cercano
a la vagabundez, la cual debería ser difícil alabar
como lo hace, que a la verdadera reflexión que insinúa.
Pero habrá que entender que mientras el lector comienza a conocer
esta historia, el protagonista narra ya el final, de cuando había
ya recorrido por tren, barco, avión, elefante, camello, bicicleta,
balsa, motocicleta y a pie, tierras remotas y desconocidas, y que
para estas alturas la idea de pasar un par de horas en una silla parecía
menos descabellada que al inicio.
- En un principio era
todo aventura, y todo podía pasar. Habiendo dejado la vida
normal atrás, habíamos decidido con Fernando invertir
el jugoso ahorro del trabajo en recorrer el mundo. Con 25 años
y dinero en la bolsa muchas locuras podíamos hacer, o lo
que era peor, muchas normalidades. El primer auto en serio, el enganche
de una vida como son las demás, pero ambos elegimos escapar
a la lógica que muda va dictando a quien le falta imaginación
o locura lo que debe hacer: una vida, crédito, pareja, impuestos
y comida caliente. La alternativa parecía mejor: el mundo.
Y así nos embarcamos como solamente se pueden hacer estas
cosas: saltándole a las circunstancias y dejando atrás
todo lo que ata e impide levantar vuelo. Trabajo, familia, amistades,
casa, mascota y lógica se quedaban y nosotros nos íbamos
a perseguir el occidente de la brújula hasta completar la
vuelta, irnos tan lejos como fuera posible, tan lejos que de continuar
termináramos estando cerca, de un sitio al mismo sin regresar,
siempre avanzando. A comprobar la redondez del mundo, y quizá
con más frases e ideas de este tipo en mente que con un motivo
certero a encontrar en el camino. América, Asia, Europa,
Africa y otra vez América, siempre abiertos a lo que surgiera
y con el gusto de ver lugares y personas distintas, lo otro, lo
lejano, lo desconocido, haciendo real lo siempre imaginado al posar
la vista en un mapa del mundo.
- Durante un año
planeamos la idea, la emoción fue en aumento desde la primera
vez que lo consideramos hasta el momento de partir y ver que se
hacía realidad. Japón, China, Tailandia, India, eran
nombres que antes querían decir lejos, inalcanzable, y ahora
se veían cercanos, posibles. Jugándole una broma a
la cotidianidad y a lo que se supone que uno puede o no hacer, pues
al menos yo no había pensado antes, cuando en aquel pupitre
forrado de verde y plástico debía aprender las capitales
y los ríos de Asia, que un día estaría ahí,
comiendo, durmiendo, nadando, hablando, siendo uno más. Esas
eran cosas de libros o de otra gente, no de alguien que durante
niño vacacionó en los balnearios de Oaxtepec y de
adolescente se escapó al entonces lejano Puerto Vallarta,
donde terminó lavando coches para prolongar unas semanas
más su aventura. Y ahí estaba ahora, un boleto alrededor
del mundo y una mochila con tres cambios de ropa, algo mínimo
de efectivo y dos manos para lavar coches donde fuera necesario.
- Uno de los pocos y
mejores preparativos que hicimos fue acaso el contactar a lo largo
de varios meses a otros diseñadores en cada uno de los países
que visitaríamos. Seiscientos correos electrónicos,
doscientas respuestas y casi un centenar de invitaciones después,
conseguimos citas con varios colegas relacionados con el diseño
industrial y de multimedia: profesores universitarios, profesionistas,
e investigadores con quienes nos entrevistaríamos o tomaríamos
un café para dialogar sobre la profesión e intercambiar
experiencias. De Hong Kong a Austria planeamos formar una red de
contacto como aprovechando el viaje, y al regreso darle forma a
esta comunidad quizá en un sitio de Internet. Ambiciosa
o no, la idea era multiplicar puntos de contacto y claro, estar
dispuestos a cualquier eventual oportunidad de trabajo por unos
días, meses o años.
- Así, un 27
de enero más llegó y dejamos la ciudad de México,
empezando por la costa oeste del continente, visitando la ciudad
de San Francisco, California. No que fuera la mejor parte del recorrido
ni la más exótica, pero decidimos hacer la escala
en Estados Unidos y parecía buena opción. Y la fue,
con sus calles de película, los embarcaderos en la antigua
bahía de la Yerbabuena, el Golden Gate y los tranvías,
los antros y barrios raciales, íbamos tomando sitio en nuestros
personajes de viajeros, identificándonos con la vida de mochila,
de albergues juveniles, de visitas a museos y la oportunidad de
conocer y conversar con diseñadores locales. Poco a poco
practicábamos la capacidad de observar las escenografías
y a quienes las habitan, en este caso las castas del libre mercado:
el irónico nombre de la Plaza Unión donde coinciden
inversionistas, empleados, prostitutas, los homeless, la permanente
locura e individualidad de la gente, los trabajadores latinos y
quienes los explotan y las zonas demarcadas de conquista étnica:
el barrio chino en plena preparación para el nuevo año,
el latino, el financiero, etc. La poca gente que conocimos nos proyectó
la artificialidad estadounidense creyéndose el ejemplo de
éxito del fin de milenio. La idea de consumir un turismo
envasado y mejorado, y la venta de esa parte del sueño americano
fue de algún modo una buena estrategia para el inicio del
viaje, como quien sabe que va a ir de menos a más.
- Después de
una semana de arte moderno y sex shops, de ver limusinas pasar frente
a gente viviendo en carritos de supermercado, de moda y disidencia,
de galerías y prostíbulos, el viaje tomaba mayores
dimensiones, nos preparábamos para cruzar el océano
más grande, el Pacífico.
Dos, y no uno, eran los
viajeros al iniciar el viaje. De cómo partieron se ha dicho
algo ya, siendo un par de ellos, pero que no confunda al lector el
hecho de que al final se hable de uno sólo. Éstas y
otras muchas historias se entremezclaron antes y durante el
viaje, y el tiempo llegará de conocer los motivos y eventos
que al par dividió, cambiando el curso del viaje para cada
uno.
- El cambio a veces
viene gradual, con un avance lento de pasos firmes, y a costumbre
de ver el constante paso de las horas y los días, no nos
damos cuenta de su efecto. Cambian las cosas y lo que era ya no
es y viceversa, y de cierto modo uno se va acostumbrando al cambio
sin mucha preparación o reflexión. Así han
pasado épocas de mi vida, la escuela, la niñez, el
trabajo y el inicio de este viaje. Pero otras veces los cambios
pierden paciencia y se presentan de un día a otro, basta
un minuto, un segundo para que las cosas ya no sigan siendo igual,
y sea para bien o mal éstos son los cambios más difíciles
de recibir. Uno abre el ojo en la mañana sin prepararse para
en la tarde estar en la cárcel o en la cama de un hotel,
y cuando algo así pasa, toma un esfuerzo terminar de creerlo.
Son esos cambios los que me han costado más trabajo creer,
llevándome una noche o dos de sueño o falta de y varias
horas, a veces días, para asimilar. Por suerte han sido los
menos, por suerte también han sido los más importantes.
- Fue en uno de estos
días, que a primera vista parecía otro más,
inocentemente disfrazado de día cualquiera de febrero, en
que cumplía con el itinerario al llegar a la isla de Singapur
en el sureste asiático. Dos de la mañana, procedente
de Hong Kong y con el plan de subir por la península de Malasia
y llegar a Bangkok en Tailandia en cosa de tres o cuatro semanas.
Costa este, costa oeste, océano Indico o mar de China, hice
planes toda la madrugada en el aeropuerto esperando la luz del día
para tomar el servicio público de autobuses e iniciar el
camino. Un día, quizá dos, serían suficientes
para conocer las atracciones en Singapur contando un par de reuniones
confirmadas con gente de diseño. La primera en la facultad
de cómputo de la Universidad Nacional, con un doctor Chee,
quien dirigía un laboratorio multimedia.
- Pasando las puertas
del aeropuerto y aún siendo las primeras horas del día,
sentí el calor abrazador y húmedo del lugar. Después
de los fríos en China y Japón este clima parecía
darme la bienvenida a una ciudad de calles y autopistas amplias
y modernas, llena de jardines y con plantas y flores exuberantes
por todos lados, dándole y repartiendo vida y color incluso
sobre los puentes peatonales. El autobús avanzó primero
por carreteras con palmeras al borde, entrando por zonas habitacionales
de edificios altos y en general de aspecto nuevo, hasta donde se
comenzaron a ver los rasgos un tanto universales del centro de una
ciudad, y a la vista lo que debía ser uno de los mayores
puntos de referencia en la ciudad, el Hotel Raffles. Siguiendo algunas
recomendaciones del libro guía nos asociamos con otro viajero
japonés en la búsqueda de un lugar donde dejar las
mochilas y al cual poder llamar 'casa' esa noche.
- Ya instalado, confirmé
la cita con Chee para media mañana en la Universidad, empleando
las primeras horas para recorrer la zona aledaña al hotel,
asombrado un poco por las cualidades de esta ciudad- estado de nombre
Singapur, con una edad como país de apenas 33 años
y con fama de eficiencia y crecimiento económico, modelo
a seguir para quienes así lo crean. Pero en todo caso estando
ahí y tras esas pocas horas de haber llegado, hubo en mí
un cierto y peculiar agrado por el lugar, por el encuentro de culturas,
idiomas y religiones tan distantes todas de la mía y que
ahí conviven sin negarse unas a otras.
- La reunión
no fue una de especial mención. Tras el saludo y presentación
vinieron comentarios, opiniones, preguntas, experiencias previas
y perspectivas del diseño de interface y multimedia, un interesante
intercambio en todo caso de intereses y puntos de vista, coincidiendo
en varios temas y en una conversación disfrutable. Lo especial
vino en un final inesperado, cuando el diálogo estaría
a punto de seguir con algo como 'bueno, muchas gracias por la visita',
y en su lugar vino la pregunta que cambió muchas otras cosas
después. La pieza del dominó que cayó en ese
momento fue la oferta de trabajo por un período de un año
y medio y las demás piezas que desde ahí empezaron
a caer abarcan incluso al lector quien ahora esto lee. La respuesta
natural, si recordamos que la naturaleza del viaje era la de la
aventura, fue un sí y comenzaron los trámites para
llevarla a cabo. Mi familia, tan sorprendida como yo mismo, se apresuró
a recopilar los documentos necesarios y enviarlos, logrando que
en cosa de 10 días la solicitud fuera oficial y que sólo
restara esperar unas semanas más para que la Universidad
cumpliera los trámites necesarios. 10 días que no
fueron fáciles, con largas horas de espera y de ideas en
estampida, estrellándose unas contra otras, los efectos de
la nausea del cambio.
- En apenas 8 horas
de haber llegado a Singapur aparecía la opción de
extender la estancia de un día a quinientos, y con ello como
efecto exponencial, más y más cambios, la idea de
vivir en el extranjero por primera vez y de qué forma inesperada
y en qué lugar lejano. La aventura, el paseo, adquiría
un matiz diferente invadiendo los terrenos del largo plazo y despertando
planes y preguntas que protegemos casi siempre en el tiempo futuro.
De repente era un 'fast forward' en lugar del 'play' anecdótico
del viaje de mochila, un estar en el lugar y en el momento, y listo
o casi para tomar lo que viene sin aviso.
- La improvisación
tuvo lugar, en aquella entrevista y las subsecuentes surgieron preguntas
sobre cosas que dije saber y dominar, y las siguientes semanas de
espera fueron también de respiro para estudiar lo que había
dicho que sabía sin saberlo. Fue, a la más apegada
tradición de la Adelita un decir 'si' sin decir cuándo.
Fue también un tiempo de ver la isla jardín ya no
como un destino dentro del recorrido por Asia, sino como un muy
posible futuro hogar al menos por un tiempo. Me ocupó desde
esos días el observar la gente, la vida diaria, la cultura
que existe y que no, la convivencia cotidiana y en general lo que
uno no puede ver como turista y no puede dejar de ver como habitante.
- Singapur, isla. Aislada
geográfica e históricamente de su contexto regional.
Isla- ciudad- país que celebra los días festivos de
los calendarios chino, musulmán e hindú y que habla
los tres idiomas más un cuarto, el inglés. País
con muchas famas y referencias al grado que una estación
de radio mexicana había venido más de una vez a transmitir
programas en vivo desde aquí. Fue entonces cuando escuché
los primeros detalles sobre Singapur, capital y país, capital
del capital en el sureste Asiático, capital desde ahora y
por los próximos meses de los acontecimientos de mi vida.
Cambio radical e instantáneo, cubetada de agua no tan fría
y más bien agradable, así fue el día en que
abrí el ojo siendo turista y lo cerré siendo habitante
del lejano oriente.
Más y otras historias
le escucharemos al viajero que por un tiempo dejó de serlo
sin saber bien cómo, interrumpiendo el apretado paso que traía
y quedando otra vez accidentalmente en posición de ganar en
vez de gastar el de por sí escaso dinero del viaje. Ya siete
años antes algo similar habían hecho este mismo viajero
y otro entonces compañero de aventuras, juntos habían
emprendido un recorrido por el oeste de Europa con la convicción
de hallar trabajos de lo que fuera que dos sin oficio pudieran hacer
con tal de construir una aventura. En los campos franceses cosecharon
uvas y tabaco, sirvieron en restaurantes de ferias comunistas y en
calles, parques y estaciones de tren durmieron no pocas veces. Ahora
la ocasión era distinta pero igual, en vez de uvas, computadoras,
que la cosecha es la misma con tierra que con silicio, y el esfuerzo
de quien trabaja ambas no es distinto, en este caso ni la persona.
- En el mercado de las
ocupaciones humanas la cotización de quien trabaja las uvas
está por debajo de quien lo hace con computadoras. De hecho,
hoy hacer cualquier cosa que involucre una computadora se valora
más que casi cualquier otra ocupación, y cada vez
más conforme se acerca el siglo de la promesa digital. Que
este error de apreciación sea entendible en una sociedad
como la humana no es raro, y en todo caso tal imprecisión
me favoreció y permitió mayores y mejores ingresos
por diseñar programas multimedia que por la no menos importante
labor de hacer de las uvas vino.
- Si con Luis dormimos
en parques y estaciones de trenes en Europa, fue porque nuestros
ingresos no nos permitían otros sitios, y encima porque nuestros
19 y 20 años de edad no nos exigían otras comodidades.
Era parte de la aventura, imaginar al resto de los nuestros yendo
a clases y habitando su vida más o menos predecible nos cobijaba
mejor que cualquier hotel. Haber viajado de aventón desde
Dublín hasta Sevilla era comodidad suficiente para dos con
hambre de historias. Pero ahora, cinco años después,
y sobretodo después de cumplir con los 16 años de
lo que llaman instrucción formal, otras posibilidades estaban
al alcance. El empleo en Singapur daba pues para techo y algo más,
y así fue como conocí a Allan y Kala.
- Pareja de hindúes
que, en la más pura naturaleza hindú, lo eran y no
al mismo tiempo. Los padres de ambos si que lo eran, pues habían
nacido en alguna de las aldeas del sur de India, Tamil Nadu, en
una época en que India era una idea que no existía
y Singapur una posesión inglesa también. Curioso sería
que cuando uno nace le dijeran 'En unos años vas a vivir
en un país que hoy no existe y tus hijos nacerán en
otro más por inventar’. Por fortuna no hay quien venga y
le diga a uno esas cosas y el cambio, siempre el cambio, llevó
a las dos parejas al otro lado del océano Indico y ahí
tuvieron a sus hijos, y éstos ahí se conocieron y
casaron siguiendo al pie las costumbres tamiles de la ocasión.
Como todo habitante de Singapur, al casarse Allan y Kala recibieron
su departamento de manos del gobierno, tres recámaras y dos
baños, uno oriental, el otro occidental, todo con una decoración
kitch que corrió ya por cuenta de ellos y sus gustos. La
ambición por el ahorro, o la coincidencia otra vez, hace
que el mexicano que busca casa y los hindúes no hindúes
que la ofrecen, nos encontremos y firmemos un contrato por la renta
de la habitación con baño occidental, que para el
primero es costumbre propia y para los segundos ajena al fin y al
cabo. Con lo que en México se paga una casa de dos pisos,
en esta tierra, escasa de la misma, apenas se consigue esto, que
a fin de cuentas resulta ser la mejor manera de convivir con la
cultura local, y en este caso en especial, con una de las más
interesantes.
- Con Allan y Kala me
tocó vivir el hinduismo un poco como había vivido
antes el propio catolicismo familiar: presente en casa, una posición
ideal para el observador pasivo. En la sala un lugar importante,
frente a la televisión Sony, lo ocupaba una cortina amarilla
tras la cual habitaban los principales dioses sobre su altar: Shiva,
Durga y Ganesh ocupando los primeros lugares y junto a ellos velas,
ofrendas, arreglos florales, inciensos aromáticos y las fotografías
de otros personajes, quizá parientes fallecidos, quizá
gurús familiares. Pero en especial dos elementos del mundo
detrás de la cortina amarilla fueron notables durante mi
estancia en el hogar hindú: una campana y un incensario.
Durante meses, cada día a las 6 de la mañana y de
la tarde ritualmente circulaba Allan por cada habitación
y se escuchaba el tocar de la primera y se percibía el aroma
del segundo, convirtiéndose en parte natural del día,
casi imprescindible. Atención especial ponía en cubrir
las puertas y ventanas del olor, el sonido y el rezo que los acompañaba
en voz baja, piadoso. Y en cada puerta y ventana signos de protección
y bendición hinduístas: costalitos de tela amarilla
amarrados, colgando de cada esquina, y a la entrada limones frescos
partidos en mitad, un puro encendido, flores, una lámpara
de alcohol, líneas de ceniza y muchos otros talismanes protegiendo
el hogar de la presencia de lo que, al intentar explicar, llamaban
los malos espíritus.
- Desde luego que estos
atavíos domésticos eran tan sólo los primeros
signos visibles de una permanente práctica religiosa que
no era excepcional en el hogar de Allan y Kala, sino propia de cada
familia hinduísta, minoría cuantiosa en la isla. Cada
día los templos de esta religión reciben la visita
de los creyentes, es una celebración constante no sólo
diaria sino presente en la mayor parte de los actos cotidianos.
Desde el primer día, naturalmente, Kala me comentó
que la única regla de la casa era no comer ahí carne
de res, hecho incuestionable para cualquier hinduista, pues la vaca
es considerada como el vehículo del dios Shiva, y por lo
tanto es una blasfemia comerse a una, es casi como un católico
comiendo arcángel. Fue desde ese momento en que me di cuenta
que a las tradiciones, y más aún en el caso de las
hinduistas, no hay que buscarles mayor explicación bajo cualquier
lógica.
- Al tiempo me fui acostumbrando
a salir de mi cuarto por la mañana y encontrarme a la pareja
arrodillados frente al altar con las velas encendidas y encomendándose
a los Dioses para el día que comenzaba. Quizá desde
mis ojos extraños nunca alcancé a comprender estos
y todos los ritos vivos del hinduismo, si es que están hechos
para ser comprendidos, yo creo que no, pero en todo caso al ver
la cercana mezcla entre religión y cultura no pude evitar
sentir una especie de admiración por estos pueblos que han
mantenido sus valores ancestrales y los adaptan a la vida en el
nuevo milenio. Pensaba en los orígenes del hinduismo, en
los milenios de transformación, las generaciones que lo han
transmitido y enriquecido, validándolo, en los ritos del
nacimiento, la boda, el sepelio y la vida diaria hindú, y
pensaba también en esa parte nuestra innegablemente perdida
en la historia, las culturas mesoamericanas, acaso guardadas en
libreros o mal rescatadas ridículamente en grecas y glifos
en camisetas. Ahora en México hablamos una lengua extraña
y le rezamos a un mártir de Medio Oriente, en algo se refleja
el pasado olvidado, pero mucho perdimos y viendo la riqueza que
hay en la autenticidad y variedad de las culturas del mundo, esa
pérdida debe lamentarla toda la humanidad.
Si la vida doméstica
del hinduismo impresionó al que ahora se lamenta por lo irremediable,
habrían sido las experiencias en los espacios colectivos, las
celebraciones masivas en los templos, las que transformarían
una creencia o varias más del viajero. Dice no haber buscado
explicaciones pero quien lo vio y escuchó entonces sabe que
no resistió siempre la costumbre, Allan y Kala a menudo intentaron
poner en sus términos razones a los aspectos de la religión
hindú, contestando algunas de sus preguntas, pero al final
siempre dejando por buscar más respuestas. El fenómeno
es como el de una traducción entre dos lenguajes incompatibles,
no hay forma satisfactoria de buscar una lógica occidental
a un sistema de vida ajeno, y esto ha estado y estará presente
en tantos aspectos de la convivencia entre humanos, que es casi obvio,
pasándose no pocas veces por alto.
- Sri Mariamman es uno
de los templos hinduistas más importantes en Singapur, al
menos es el más turístico y el más fotografiado.
Construido al estilo del sur de India tiene una presencia, y una
fachada, majestuosa y está situado, irónicamente,
en el corazón del Barrio Chino, ocupando una manzana entera.
Entre callejones de restaurantes y comercios de productos chinos,
el muro que rodea el templo está rematado cada veinte o treinta
pasos, en todo lo alto, por vacas blancas de cemento, viendo, sentadas,
pasar la vida. A la entrada tiene el templo un portón de
madera alto y pesado, adornado con innumerables campanas doradas
que van anunciando el arribo de los fieles que las mueven con una
mano al pasar a su lado. En lo alto domina una “stupa” piramidal
que consiste en una superposición de niveles rebosantes de
figuras de personajes y dioses en varias posiciones, cazadores,
mujeres – carnero, flautistas, etc. El colorido de esta especie
de cúpula le da un aire festivo al templo, llamando la atención
de todo aquel que circula por su vecindad, invitando a entrar. Es
en este templo donde dos de las más importantes celebraciones
hinduistas se llevan a cabo al año, y en las cuales aprendí
más sobre el ser humano y nuestra fe, el festival Thimiti
en octubre y las fiestas de Sri Mariamman en junio.
- "Mientras en México
se celebra el 'Dia de la Raza' (sea lo que sea lo que se celebra
en esta fecha) y los niños en las primarias escriben sobre
al almirante Cristobal Colón, en estas tierras los Hindus
celebran el Festival Thimithi. Se trata de una serie de actividades
durante varios días, durante los que celebran la victoria
del bien sobre el mal según se narra en el Mahabarata. De
todos los dias de festejos el de ayer es el más impresionante:
el caminar sobre fuego.
- Algunas cosas he visto
por aca, pero nada como eso... es en cosas como éstas cuando
las palabras se quedan cortas para dar explicación. Nos tocó
formarnos casi una hora, ibamos con Polly y Rafael. Ya dentro del
templo es impresionante el ambiente, los músicos tocando
percusiones y cítaras, la gente orando y gritando y los devotos
formados en grupos para cruzar caminando a pie descalzo un tramo
de unos 8 metros de brazas de carbón al rojo vivo. La energía
que se respira en el lugar es algo que nunca había visto,
al salir coincidimos en comentar que nos habíamos sentido
un poco como 'Indiana Jones'. En el patio del templo se siente el
calor del fuego y se respira el olor a flores, sudor y especias.
La vibrante música apenas deja oir las oraciones de las mujeres
reunidas al otro lado del patio y ocasionalmente los gritos y rezos
de los que cruzan sobre las brazas. Entre los casi 3,000 hombres
que hacen este sacrificio hay de todo: aquel que parece estar
en trance y camina lenta, pausadamente dando 7 u 8 pasos ceremoniales
sobre el fuego, aquel que empieza caminando y al tercer paso empieza
a correr y los más que prefieren pasar corriendo con 5 o
6 largos pasos. Todos están vestidos unicamente con una tela
amarilla a la cintura y traen en las manos ramitas de plantas y
flores. Al pasar sobre las brazas algunos cierran los ojos, otros
gritan alzando la vista y los brazos al cielo, algunos lanzan pétalos
de flores y otros caminan sin expresión alguna en su rostro.
Al final del camino los espera una foza llena con leche que alivia
sus pies. De ahi prosiguen al altar principal del templo donde el
sacerdote los bendice poniendoles un polvo amarillo (azafran?) en
la cabeza y la frente. Los devotos siguen orando y en ocasiones
gritan frente al altar agitando las manos.
No fueron mas de 15 minutos
los que estuve dentro del Sri Mariamman, pero me senti transportado
a otra época y otro lugar. Un lugar de sacrificios, de ritos
y cánticos, de Dioses por quienes se puede dar todo... un
lugar diferente. Me devolvieron a la realidad dos escenas justo
a la salida del templo: uno de los hombres que justo había
cruzado las brazas se reunía con su esposa quien le pasaba
una llamada por el 'celular' y otro más allá que también
había hecho el rito, tomando una coca cola en lata."
- Un día de junio
platicando con Allan, me comentó y recomendó ir al
templo Sri Mariamman ese fin de semana, pues se llevarían
a cabo las celebraciones en honor al patrono del templo, uno de
los principales dioses del panteón tamil. Ese día
me encaminé a dicho templo sabiendo de antemano que la ceremonia
comenzaría desde media tarde e imaginando que, como todas
las ceremonias hinduistas, podía durar varias horas, hasta
bien entrada la noche. Al llegar al templo, la música atraía
la atención de los fieles, contados por los cientos, ahí
reunidos en el patio principal. Sobre los hombros de la apretada
multitud alcancé a distinguir a los músicos con sus
percusiones e instrumentos de viento, inundando con los ritmos repetitivos,
hipnotizantes, cada rincón del lugar. Al centro se abría
un espacio claro en el que un grupo de mujeres preparaban meticulosas
las ofrendas de flores y frutas. Cuando algún asistente abriéndose
paso al fin llegaba a ellas, les extendía las flores y frutas
que había llevado, dejándolas a su alcance, mientras
el intenso sonar de la música continuaba, sin visos de cansancio
o pausa, y la multitud observante, dedicada, presente. Al cabo de
una hora las ofrendas estaban listas, una principal, elaborada sobre
un platón grande y hecha de frutas y flores en pirámide,
alcanzando una altura de unos sesenta centímetros. Al tiempo,
la música empezó a vibrar más fuerte aún,
el ambiente empezó a sentirse más activo, electrificado,
las miradas iban y venían más intrigantes, y en unos
instantes la multitud dejó ver a un grupo de sacerdotes,
hombres de mediana edad, piel morena, ojos intensos y de cuerpos
cubiertos únicamente con una tela color amarillo, atada a
manera de falda a la cintura. Algunas cabezas a rapa, otras con
largas cabelleras aceitadas y recogidas en chongo, todos ellos con
las caras marcadas de líneas de ceniza y con un aire de autoridad
espiritual, ante todo. El grupo de cinco o seis sacerdotes colocaban
la ofrenda más grande sobre la cabeza de otro más
y encima de ésta la estatua del dios, negra y pequeña,
mostrándose imponente. El resto de ellos cargaron las demás
ofrendas y grandes incensarios que arrojaban un humo de olor intenso,
que se sumaba al de por sí ya intenso calor y ruido del ambiente.
Estando listos, los sacerdotes empezaron a caminar precedidos por
los músicos y rodeados por la multitud que les abría
paso entre reverencias y una excitación cada vez mayor. Empecé
a darme cuenta que algunas personas cercanas al paso de la
comitiva se agitaban, primero observé a una mujer con los
ojos desorbitados y en blanco, las manos y los brazos elevados y
agitándose en el aire, la espalda encorvada, la cara transformada,
la mirada puesta en el dios y gritando a todo pulmón, en
plena convulsión. Mientras mi sorpresa intentaba aún
convencerme de lo que estaba viendo, la escena se fue multiplicando
conforme avanzaba el sacerdote, quien también para esas alturas
se sacudía, gritando, girando en círculos, moviéndose
al ritmo de la estridente percusión. Una a una, mujeres jóvenes
y ancianas en su mayoría, pero también algunos hombres
gritaban ya, unos en menor medida, pero la mayor parte fuera de
control, los familiares que los acompañaban, tranquilos,
sin ver nada extraño, les sujetaban las manos, sin faltar
quien a menudo fuera contagiado por el trance. Cada persona tenía
distintos efectos, en algunos todo pasaba pronto, en otros más
el esfuerzo terminaba por agotarlos y caían rendidos perdiendo
el sentido, desvanecidos, exhaustos. La descarga de energía
era enorme, aún las ancianas saltaban y se contorsionaban
con una energía casi increíble para su condición,
escenas difíciles de creer si no es por el hecho innegable
de estar ahí y estarlo viviendo. En un momento incluso, cuando
el grupo de sacerdotes enfiló hacia el altar principal, pasando
entonces muy cerca de mí, hubo apenas un instante en el que
algo extraño sentí, un momento de duda, un acercamiento
a la sensación de perder el control, un algo desconocido,
un límite hasta entonces nunca rebasado, y entonces el instante
terminó, las ofrendas, el incienso, los olores de flores
y frutas, la música y el dios pasaron y se elevaron en el
altar, arrodillándose entonces los fieles presentes y comenzando
así para todos el final de la ceremonia y para mí
el principio de una nueva forma de ver el mundo, un mundo de más
sentidos que razones.
El ahora sorprendido viajante
dice haber tenido en este peculiar templo un par de tardes de excepción.
Con éstas sus palabras, hemos visto cómo alguien que
está acostumbrado a las celebraciones religiosas más
bien dominicales y más bien formales y aburridas, se sorprende
de la intensidad del caminar sobre fuego y de multitudes fuera de
sí, costumbres no poco extrañas y no poco difíciles
de entender para quien llega un día sin esperarlo, a verlas
por dentro y por primera vez. Pero con todo lo anecdótico de
estos eventos, tendrá el que narra alguna historia más
reveladora de lo diferente que es un mismo mundo para quienes nacen
y crecen bajo regímenes distintos de ideas. De cuando asuntos
de la vida, como el matrimonio, significan cosas muy distintas para
un mexicano que para un hindú.
- La primera impresión
que tuve al conocer a Robbie fue algo entre curiosidad y asombro.
Además de provenir de una cultura distante y fascinante como
la hindú, su historia personal no era menos peculiar, y su
carácter era alegremente amable. Joven ingeniero, nacido
y crecido en una aldea cercana a Bombay, o Mumbai, en la costa oeste
de la península hindú, en su aldea se habla una de
las mil lenguas ancestrales de India que no tienen un alfabeto propio,
uno de los tantos idiomas que han sobrevivido al paso del tiempo
por transmisión oral únicamente. Además de
esa lengua suya, Robbie habla otros tres idiomas el __, de uso común
en Mumbai, el hindi y el inglés. Cuando lo conocí,
Robbie llevaba dos años viviendo en Singapur y teníamos,
aproximadamente la misma edad. El había llegado hasta esta
isla, como casi todos los extranjeros llegan, en busca de un mejor
trabajo y futuro, y para entonces su proceso de solicitud para la
residencia permanente estaba avanzando. Su buen carácter
reflejaba lo que él seguramente consideraba era su buena
racha de suerte. Con Robbie compartimos un departamento, algunas
tardes y muchas conversaciones. Me enseñó, entre otras
cosas, los trucos del juego de mesa “carambol”, pero sobre todo
de él aprendí a conocer más lo que podría
llamarse el carácter hindú. También me enseñó
que tenía yo equivocadamente algunas aprensiones sobre la
vida y cómo vivirla. Después de un largo y nada sencillo
proceso, aprendí gracias a Robbie que uno va por ahí
creyendo algunas cosas sin hacer una pausa para pensar bien en ellas,
y rechazando otras distintas, sin antes valorarlas a fondo. Quizá
sea esa la esencia de la democracia o de la comunicación,
en todo caso, poniéndome en los zapatos de Robbie tuve una
lección y noté que el mundo es un tanto más
ancho de lo que parece.
- Y es que en mi país
y en mis tiempos uno crecía con ciertas ideas sobre las cosas,
por ejemplo, el noviazgo y el matrimonio. Desde hace tiempo, y desde
hace mucho, en México tener novio o novia no solamente ha
sido algo normal, es casi un símbolo patrio sin lo cual no
existirían tantas canciones ni serenatas, es algo para decirse
en voz baja en un bolero o para gritarse a los cuatro vientos con
un mariachi. De hecho es este proceso de enamoramiento uno de los
ingredientes principales de nuestra folclórica personalidad.
Hoy en día, uno o una sale con su pareja, se conocen y si
las cosas salen como se pensaba, se casan, y si no, se cierra la
herida, o se da vuelta a la página, o se vacía la
copa, o se aprende uno aquellas canciones, pero lo vuelve uno a
intentar. No que siempre sea bien visto intentarlo más allá
de un número discreto de veces, sobre todo según lo
que signifique discreto para cada quien, y sobre todo en el caso
de la mujer y la provincia, pero generalmente un matrimonio en México
sigue un proceso que podríamos describir así: dos
personas se conocen, puede entonces pasar que se gusten o se atraigan
o se identifiquen o lo que sea, pero de algún modo se enamoran,
y finalmente decidan casarse. Siempre hay quienes prefieran improvisar,
y se salten uno o más pasos, hay a quienes se les adelanta
la receta y terminan casándose de emergencia, y habrá
no pocos más que terminen cazados más que casados,
pero los ingredientes del enamoramiento y del libre albedrío
están de alguna forma siempre presentes. Pero regresando
a nuestra historia, para la mala fortuna de Madeline, este modelo,
casi universal, no aplica en la aldea de Robbie.
- Ellos, Madeline y
Robbie, se conocieron en el trabajo, compartían profesión
y algunos otros gustos más, y con el paso de un día
y otro más, empezaron a darse cuenta, quizá primero
ella, pero eventualmente ambos, que algo había entre ellos,
algo que les hacía sentir bien estar juntos y pensar cada
vez más en el otro. Cuando Robbie un día me contó
la historia, ésta parecía la típica de dos
que salen al cine y a pasear y poco a poco se aprecian y enamoran.
Todo hubiera sido irrelevante en esta historia, y yo no recordaría
nada, ni lo escribiría, a no ser por la aldea de Robbie,
por la familia de Robbie que vive en esa aldea, y por las ideas
de la familia de Robbie y del resto de la aldea, sobre estas cuestiones.
Al principio Madeline no entendía el poco interés
de Robbie hacia ella. Cada tarde, camino a su casa después
del trabajo, pensativa ocupaba un asiento en el metro, tomando entre
sus manos una envoltura de dulce, a la cual daba forma de corazón
con unos dobleces, entre los que ponía, sólo ella
sabe qué pensamientos, todos ellos incluyendo a Robbie naturalmente.
Al llegar a su habitación, depositaba el corazón,
el de papel y el suyo, en un frasco alto de vidrio, y lo volvía
a tapar. Cuando el frasco se llenó con cientos de corazones
de colores, lo envolvió, le puso un moño y se lo regaló
a Robbie como regalo de cumpleaños. Con esto, Robbie no pudo
pasar el hecho por alto, y así fue como un día que
jugábamos “carambol” lanzando las fichas sobre el tablero
esparcido de talco, vine a conocer la historia, pero sobre todo
el dilema detrás de ella, o mejor dicho, exactamente frente
a ella.
- Robbie confesaba,
en principio, sentir algo por Madeline, pero en el siguiente instante
ponderaba las tradiciones y costumbres de su familia y de su aldea,
y lo que antes era una sonrisa se convertía en un gesto de
profundo deber y respeto, pues según estas tradiciones, y
más importantemente, según los padres de Robbie, él
debía indicarles cuando quisiera buscar una esposa, para
que ellos se encargaran de buscarle a la candidata más apta
y más afín a su carácter, gustos y personalidad,
naturalmente una chica decente y sencilla de su aldea, aquella aldea
tan alejada de Singapur y de Madeline. La idea es, en esencia, que
no hay nadie mejor que los padres para conocer al hijo y sugerirle
la pareja más adecuada. Una vez tomada la decisión
y llegada la noticia desde la aldea hasta Singapur, Robbie había
de pedir vacaciones en su trabajo para viajar a India, a su aldea,
y conocer a la prometida. Unos días, una semana bastaría
para cumplir con la formalidad de la presentación,
y para fijar la fecha de boda para un año después,
aproximadamente. Lapso de tiempo durante el cual Robbie, desde Singapur,
y la novia, desde su casa, cultivarían el noviazgo por la
vía postal y al cabo del cual él viajaría nuevamente
a esa aldea suya para las fiestas y ceremonias pertinentes. La nueva
esposa se uniría a su vida en Singapur y así hasta
formar un hogar, hijos, y el resto de la historia común.
Bajo este esquema, naturalmente, Madeline quedaba completamente
fuera de los planes, y mi primera opinión al respecto, en
mi papel de consejero observador, obviamente también. Mi
reacción al conocer el conflicto interno de Robbie fue una
combinación de sorpresa, incredulidad y de no poco disgusto.
Para mí lo más obvio era que Robbie y Madeline se
dieran tiempo y oportunidad de conocerse, y quien sabe, de vivir
el proceso del enamoramiento y lo que fuera que pasara entre él
con sus ancestros hindús y ella con su origen chino, él
de religión católica por la influencia portuguesa
en esa zona de India, ella atea por cualquier otra razón,
él de piel morena y ojos grandes, ella de piel pálida
y ojos rasgados, una historia de imposibles, de diferentes, de obstáculos
y del triunfo del amor sobre las adversidades, como las historias
que se cuentan y que se escuchan, aquí y allá, una
y otra vez con gran interés. Por un momento Robbie dudaba,
mis argumentos parecían hacerlo dudar cuando él intentaba
buscar explicación a las ventajas de sus tradiciones, mis
críticas hacia éstas y al sistema de castas que probablemente
les dieran origen parecían cambiar la expresión en
su rostro, pero sólo para inmediatamente regresar a sus principios
y convincente argumentar que aquel modo tenía sus buenos
motivos y que finalmente funcionaba mejor que mi occidental y liberal
forma de pensar. Que según su idea, la elección paternal
era la mejor por tomar en cuenta la forma de ser de ambos y sus
compatibilidades, que cuando uno se enamora no piensa las cosas
como son, que así la pareja no pierde la ilusión al
poco tiempo y se dedica a conocer y aceptar al otro cotidianamente,
y que al fin y al cabo uno cambia y todo matrimonio exitoso se construye
más sobre la convicción y la voluntad diaria que sobre
pasiones temporales. De inicio uno ha escuchado sobre aquellas tradiciones
antiguas y en algunas partes todavía válidas, como
la de esas parejas comprometidas desde la infancia por los padres,
pero el hecho de conocer a Robbie y a Madeline en ese momento fue
especialmente claro para mí y mis ideas. Este choque entre
dos épocas, entre dos mundos, y la decisión que Robbie
debió tomar al respecto, me hicieron comprender que uno no
está en lo correcto nunca sobre algo, que incluso en lo más
básico e incuestionable, siempre existen más de una
forma de ver las cosas, y a su modo todas tienen su razón.
A Madeline, claro, le habrá costado más entender la
decisión de Robbie y su repentino viaje a India. A mí
también, pero no cabe duda que ella, él y de paso
yo, aprendimos algo durante el proceso. En el recuerdo los noviazgos
para mí seguirán siendo experiencias entrañables,
etapas de enriquecimiento y aprendizaje, pasados a menudo presentes
y siempre parte de lo que soy ahora. Para Robbie el noviazgo no
tiene plural y es el único y el definitivo y el primer paso
hacia el matrimonio, en sus propias palabras, no hay “chiquichic”
antes de la boda.
Con lo dicho, parece que
la suma de los años hace que los temas de pensar y de narrar
se vuelvan cada vez más existenciales, y, muchos opinaríamos,
más empalagosos. Habiendo comenzado esta historia con promesas
de crónicas y aventuras de viaje, el que toma la palabra lo
hace sin medida y con motivos fuera del interés del lector:
divagaciones sobre el matrimonio, como si tales asuntos formaran parte
de un viaje que no sea otro que el de la vida, tema demasiado amplio
para un texto como éste. Después de todo, el que viaja
y escribe tendría también que recordar episodios menos
trascendentales y no menos intensos. Oigamos pues sobre cómo
este mismo personaje que antes se puso reflexivo, toca ahora un tema
afín pero contrario, aquel que habla de ciertos lugares donde
el viajero perdió el corazón y no una vez sino varias,
incontables en todos los casos. Noviazgos, pasiones, e historias imaginadas
sólo en el cruce de unas miradas.
- Cuatro lugares que
he visitado han sido especialmente mágicos, y todos ellos
comparten una misma magia, que a decir lo cierto no podría
saber si se esconde en razones geográficas o genéticas,
o si más bien fueron y son otro producto más de mi
imaginación. Estos cuatro lugares, a primera vista, no parecerían
compartir algo en común, de hecho en principio parecerían
no ser más de lo que son, sitios distantes en más
de un sentido: Sevilla, Chihuahua, Camboya y Australia. El factor
que ha unido mi paso por estos cuatro lugares es uno sencillo pero
fascinante: sus mujeres.
- En los cuatro casos
a partir del momento de llegada, mi estancia ha estado sellada por
el cromosoma ‘Y’ del lugar, y la mayoría de sus habitantes
de género femenino han ocupado mis cinco sentidos durante
mi confundido y tosco paso por el sitio. De haber sido un ancestro
mío quien descubriera esos lugares, les habría bautizado
a todos ellos con el nombre de Zihuatanejo, tierra de mujeres. En
una palabra diría que su belleza me ha fascinado, en unas
cuantas palabras más diría que en unos casos ha sido
su carácter, en otros su personalidad, en más de uno
su sonrisa y en casi todos, su actitud, lo que me ha fascinado.
De estos espacios me han quedado las imágenes cotidianas,
omnipresentes, de rostros y cuerpos esculpidos, que van y vienen,
que atienden comercios y sirven en restaurantes, que caminan por
la calle y que inundan el lugar completo de su presencia, haciendo
para todo hombre un privilegio llegar ahí y un tormento tener
que partir. Por las calles cercanas al Guadalquivir, por el embarcadero
de la bahía de Sydney, por la vecindad de la Alameda y Catedral,
y por las aldeas cercanas a Angkor, en estos cuatro universos la
mirada y el corazón no alcanzan para admirar la belleza de
cabello largo y piel suave que los recorre; caminar por estas calles
no es otra cosa que enamorarse a cada tercer paso. Y si bien en
cada uno de estos sitios habitados por musas inspiradoras, el loco
viajero cree encontrar a su Dulcinea cada cinco minutos, de los
cuatro es la provincia de Camboya la que más hondo se ha
marcado en mis sentidos de corto y de largo plazo.
- La increíble
belleza de las mujeres camboyanas sólo pudo causar más
admiración en mí cuando conocí el sufrimiento
del que ellas, y el resto de la población, han sobrevivido
durante los últimos años, y del peligro latente al
que siguen sobreviviendo día con día. En la provincia
de Siem Reap y sus alrededores, como en todo el país, la
gente ha lamentado y lamenta a diario la pérdida no solamente
de sus seres queridos, sino frecuentemente también la pérdida
de partes de su propio cuerpo. A partir del régimen de terror
de Pol Pot en los años setenta y su política de aniquilación,
la gente de Camboya vive entre miles de minas explosivas bajo tierra,
que hoy en día para un país cercano a la miseria es
un lujo inalcanzable localizar y desactivar. Hoy en día ésta
es, como otras zonas del mundo, una máquina que fabrica desgracias
cotidianas, cuando el campesino al labrar su parcela, o los niños
al jugar en la selva, hacen estallar una bomba que termina con su
vida o se las mutila. El odio oculto bajo tierra exige el sacrificio
de un brazo, o una pierna, o ambas, en no pocos casos. El panorama
es desconsolador, abundan escenas de sobrevivientes mutilados, rostros
en cuerpos incompletos que ya de por sí parten el corazón
y la vista de quienes los ven. Pero a pesar de estas condiciones
de vida, hay algo que opaca la tragedia, y es la sonrisa, el buen
carácter de la gente, que en los rostros femeninos son la
alegoría de la belleza. Atrás del polvo y de la tierra,
los niños descalzos y mal vestidos siempre están dispuestos
a regalar una risa, un saludo afectivo y a darles así una
lección a quienes vienen de fuera y creían tenerlo
ya todo. Por todo esto, cuando una mujer en Camboya sonríe,
sus ojos se iluminan, su pelo negro brilla y su boca se convierte
en lo único importante en este mundo, quien tiene la suerte
de verla conoce lo bello, y sabe lo que es el amor a primera vista.
Y por todo esto, cuando mujeres así abundan y se encuentran
a cada paso, el corazón late más y mejor, y uno se
siente cercano, casi parte, de la perfecta hermosura que le rodea.
No por nada el poeta Pablo Neruda vivió en estas mismas tierras
lo que él llamó ‘la belleza que florece en la obscuridad’.
- Voy a paso lento por
una vereda en el bosque subiendo una colina alta. Los olores, los
sonidos, los colores, todo lo que me rodea es paz, lo más cercano
que se puede estar a la paz en un mundo como éste, lleno de
guerras. Pero estando aquí de alguna forma todo se olvida,
los problemas de la humanidad y los propios pertenecen a un lugar
lejano, apartado de esta inmensa sublime tranquilidad donde el aire
ligero me recorre de los pulmones a la cabeza y de regreso al corazón,
haciéndome parte del ambiente. Y voy abriendo bien los ojos,
descifrando cada sonido y disfrutando segundo a segundo la oportunidad
de estar aquí. Cuando los árboles al lado del camino
lo permiten, a lo lejos y en lo alto el paisaje deja ver una cordillera
elevada, y a su centro una cumbre insinuando la nieve que la cubre
y que se funde con las nubes que apenas la dejan ver. Más cerca
y hacia abajo se distingue pequeño un pueblo del que resalta
la torre de la iglesia principal, los tejados de las casas, las calles
escarpadas y las plantaciones de té a las afueras. El camino
es de tierra, marcado solamente por el paso ocasional de animales
y autos, y va serpenteando subidas y bajadas por el borde de las montañas.
He caminado toda la mañana y a mi lado Hué, otro viajero
con el que me encontré aquí al pie de los Himalaya.
El pueblo es Darjeeling, la cumbre el Kachenunga y el día perfecto
para explorar estos alrededores. Durante el camino Hué ha hablado
un tanto sobre Vietnam y Australia, sus dos países, y ha escuchado
de mí otro tanto sobre México y Singapur, pero sobre
todo la plática ha estado girando en torno al camino, a este
camino asombroso que hace sentir cercana la naturaleza, el origen
y el destino de todas las cosas.
- Antes de salir de
Darjeeling pasamos por la calle principal rebosante de gente que
parece hervir entre el mercado, los hostales y los comercios de
víveres y equipo de montaña, en medio de un ruido
ensordecedor y el denso humo de los jeeps, que son los únicos
que llegan hasta acá. Más adelante rodeamos el albergue
de la Madre Teresa donde las monjas reunidas en el patio rezaban
vestidas todas ellas de azul y blanco, y ya en las afueras pasamos
frente a la entrada de las plantaciones del té con certificación
de origen de esta región. Los ingleses hicieron de esta zona
templada un área de descanso y se apropiaron de estas plantaciones
y de la gente que las trabajaba. Ahora muchas de ellas son cooperativas
de acuerdo al gobierno estatal comunista de Bengala, pero éstas,
como otras tantas cosas de la vida de pronto pierden sentido cuando
se está caminando ante este escenario, donde uno entiende
mejor el nacimiento de los dioses de elementos naturales. La naturaleza,
sea obra o creadora, es la madre de todos los dioses, y estando
cerca de ella uno simplemente se estremece y disfruta la vivencia.
- También hemos
venido todo el camino saludando a las personas con quienes cruzamos,
o a quienes salen de sus casas a vernos, y Hué les dice algunas
palabras en Nepalés, con lo que ellos sonríen como
agradeciendo que no usemos el Bengalí, la lengua de quienes
heredaron de los ingleses el derecho a oprimirlos. Una gran parte
incluso habla Tibetano, por ser refugiados o hijos de éstos,
que llegaron a este lado de la cordillera después de la invasión
China a sus territorios. Como en tantos lugares, aquí han
cruzado fronteras en busca de un futuro, a cambio de ser explotados.
Pero ya habíamos dicho que estas consideraciones quedarían
fuera para darle espacio al sentir de estos incontables tonos verdes,
de esta ligera niebla y ahora mismo también de esta breve
y refrescante llovizna. Así, con los sentidos llenos de motivos
para definir lo feliz, al tomar una curva se deja ver, en la parte
más alta del camino, un templo blanco rodeado del bosque
de verdes. Uno al otro nos vemos y nos sorprendemos sonriendo ante
el paisaje bañado de una neblina difusa que lo pinta aún
más increíble, como si fuera uno de esos lugares que
la gente pasa toda una vida buscando, y no podemos dejar de sentir
que lo hemos al fin encontrado. Ya a la distancia nos parece un
templo budista, por las formas y estilo de construcción.
Consiste de una especie de pagoda blanca con techo de madera y al
lado una ‘stupa’ de grandes dimensiones, quizá de tres o
cuatro niveles y de varios metros de diámetro, coronada por
una aguja dorada apuntando al cielo y perdiéndose entre las
nubes bajas.
- Casi al mismo tiempo
decidimos no tomar fotografías, por evitar tal irreverencia
a la imagen frente ante nosotros. Nos acercamos, ahora casi sin
decir palabra, y escuchando primero como un susurro y cada vez más
fuerte un tocar repetido de tambores, que junto al ruido de un río
cercano le dan al sitio un aire de más encanto. A la entrada
un texto en japonés e inglés anuncia que este templo
ha sido construido por la gente de Japón en honor a la tierra
original de Buda. No hay nadie a la vista, ni en la stupa ni en
el templo se ve un alma, pero los sonidos continúan ceremoniales,
repetitivos como rezos de profunda fe. Así, sin decir palabra
y como sabiendo lo que teníamos que hacer, nos acercamos
y descalzamos para entrar al templo, el cual parece estar vacío
pero del cual proviene el sonido sin duda. Dentro se ve un altar
central con varias imágenes de Buda y a los lados, letreros
en varios idiomas, se intuye que todos hablando sobre El Iluminado
también. El interior es de madera, los pisos, los muros,
y las escaleras que se ven a un lado, todo con una simplicidad y
naturalidad que parecen estar en armonía con el lugar que
les rodea. De las escaleras proviene el tocar de los tambores, uno,
dos, tres, cuatro, cinco – cinco, uno, dos, tres, cuatro, ahora
llenando por completo el lugar, y vamos hacia él, buscando
su origen, atraídos sin pensarlo, como emigrar o hibernar,
algo que simplemente se hace. Al final de la escalera hay una puerta
y del otro lado, al cruzarla, nos encontramos con un grupo de cuatro
personas postradas frente a un altar también lleno de estatuas
de Buda, cada una sosteniendo un tambor en una mano y golpeándolo
con la otra, siguiendo ese ritmo que nos llamó y trajo hasta
aquí. Todos dan el frente al altar, nos voltean a ver cuando
entramos y nos sonríen como invitándonos a unirnos
a ellos, siempre siguiendo el ritmo en gran concentración
y con una honda devoción.
- A espaldas de ellos
hay unos tambores en el piso y apenas moviéndonos con la
mejor discreción que podemos, nos acercamos a éstos
y ahí mismo nos unimos al acto, sentándonos en flor
de loto y siguiendo el ejemplo. Primero lo hacemos torpe y débilmente,
más tarde nos vamos haciendo una misma parte con el sonido,
con la plegaria, con el proceso emocional que ahí está
ocurriendo. Desde mi lugar veo a los demás, el que está
más al frente está vestido en blanco y puede ser el
que guía, el resto son adolescentes y el más chico
no tiene más de 10 años, todos tocamos formando un
solo sonido. Todo, el ambiente, la llovizna afuera, el olor y la
presencia del bosque, lo blanco del templo, el sonido, el siempre
presente sonido, las imágenes de Buda, la madera, el estar
aquí en este momento, todo lo que es y ha sido mi vida, todo
es una sola cosa, todo es solamente este sonido, uno, dos, tres,
cuatro, cinco –cinco, uno, dos, tres, cuatro.
- Hué se levanta
y sale de la habitación haciendo antes una reverencia, yo
me quedo un rato más. Uno de los niños también
salió, quizá después de todo el tiempo siga
avanzando pero, en verdad, no lo creo. No sé cuánto
llevo aquí, si acabo de llegar o si llevo muchos minutos
o muchas horas, estoy sumergido en el sonido y lo demás ahí
está y estará. En un momento otra persona entró,
cambió unas palabras con el hombre que está al frente,
y después se fue. El hombre y los demás y yo y el
sonido de los tambores, continuamos. Me doy cuenta que la llovizna
ha parado, el olor del bosque se cuela por la única ventana
y yo me levanto dejando el tambor a un lado y haciendo instintivamente
la reverencia, quizá en honor a la existencia de lugares
y momentos como éstos. Al bajar las escaleras del templo,
una anciana vestida en blanco se acerca a mí y me regala
unas palabras suaves y unos dulces pequeños y tan blancos
como el templo y como el día. Sin poder y sin querer disimular
mi profunda alegría tomo mis zapatos en la mano y me marcho
caminando sobre el césped verde y mojado hacia la stupa donde
presiento se encuentra Hué rindiendo a su modo, sus propias
plegarias dando gracias por esto, y de paso por todo. Los cuatro
niveles de la stupa están tallados en mármol blanco
con escenas de la vida de Buda, desde su nacimiento hasta el momento
de la Iluminación y sus enseñanzas. Sin mucho que
decir, creo que Hué y yo pasaremos el resto de la mañana
en un estado contemplativo que apenas podrá interrumpirse
por el festejo ocasional al alcanzar a divisar, entre la niebla,
la punta nevada del Kachenunga. Estando aquí sentados en
la stupa y viendo al cielo, nos llenaremos de las reflexiones existenciales
que un vietnamita y un mexicano pueden hacerse, sin hacer mucho
por pretender comprenderlas. Los próximos días volveremos
a salir, recorreremos varios kilómetros y visitaremos otros
templos tibetanos, serán días de mucho sentir y pensar,
días naturales y blancos, de paz.
- Los sueños
siempre han maravillado a la humanidad, nos sorprende soñar
sobre todo por ser algo que hacemos sin poder controlar y de alguna
manera creemos que el sueño es reflejo de lo otro, de la
vida que si creemos hacer conscientemente. Es tan grande el interés
y tan poco lo que entendemos, que algunos llegan a querer descifrar
sus sueños como si fueran asientos de café, cartas
o líneas en la mano. Sea esto así o no, mientras viajé
mis sueños cambiaron y de un modo incierto me hicieron pensar
en esa extraña actividad subconsciente que ejercemos mientras
estamos ausentes de este mundo. Uno de los sueños más
recurrentes y también uno de los más compartidos con
otros viajeros es en el que regreso por una noche a mi casa de origen
y converso con parientes y amigos, y en la visita les comento lo
bien que la estoy pasando y lo mucho que los extraño, siempre
sabiendo que es una visita temporal y que debo regresar al viaje.
Este tipo de sueños los atribuyo a la rapidez e intensidad
de lo que se vive al viajar, pero durante mi estancia en Singapur
tuve casi a diario sueños extraordinarios, por completo fuera
de lo que hasta entonces solía soñar normalmente.
Durante quinientos días, o más bien, durante quinientas
noches, mi forma de soñar cambió por completo y tuve
varios cientos de sueños especialmente memorables, intensos,
inverosímiles, pero sobre todo y casi todos ellos, muy agradables
y tras los cuales me despertaba con una sensación de alegría
y satisfacción que no dejaba de sorprenderme y disfrutar
a diario. Entre otras cosas volé, regresé a sitios
visitados, dialogué con mucha gente, encontré respuestas
a preguntas olvidadas, reí y volví a volar. Algunos
quedaron atrapados entre letras en papeles extraviados, otros fueron
charlas con amigos, pero entre todos el que más quedo grabado
en mi memoria es uno especialmente extraño.
- En este sueño
me sé dormido y sueño que sueño que estoy en
un lugar que conozco bien y en el que me encuentro a una amiga de
hace mucho tiempo y a quien me da mucho gusto ver. Los dos sabemos
que estamos dormidos y que estamos compartiendo el mismo sueño,
cada uno en lugares lejanos en la realidad, pero viviendo un sueño
en común. Esta capacidad de invitar o ser invitado a un sueño
ajeno y hacerlo propio, así como la claridad con que lo supe
al momento de soñarlo lo hacían todo más especial
y muy satisfactorio. El sueño continúa así
y siendo que en la realidad no nos hemos visto en mucho tiempo,
en el sueño hablamos, jugamos y reímos, felices de
estar ahí. Sin embargo, en un instante que nos toma por sorpresa,
alguien nos despierta de este sueño y al regresar precipitadamente
a nuestros sitios en la realidad me doy cuenta que algo no encaja.
Al abrir los ojos veo un lugar distinto al mío y a mi alrededor
no están mi cuarto ni mis cosas, y alguien a quien no conozco
me habla familiarmente por un nombre que no es el mío. Con
eso me doy cuenta que en la prisa por salir del sueño nos
hemos equivocado y hemos regresado en el lugar del otro, mediante
el sueño he despertado yo en el lugar de ella, y supongo
que ella estará allá donde yo dormía.
- Es en medio de este
dilema donde desperté con el desconcierto del intercambio
de lugares, con una sensación extraña por el realismo
del episodio, pero sobre todo con la profunda satisfacción
de haber encontrado a esta amiga en el sueño, y haberla sentido
tan cercana y tan real. Varias mañanas en Singapur me recibieron
con este tipo de sensaciones, sueños de una locura agradable
y satisfactoria, noches tal vez tan ilógicas, irreales e
increíbles como los días que las interrumpían.
- Pero los sueños
nocturnos no eran menos reales e importantes que los sueños
que viví durante aquellos días. Tan valiosos serían
los sueños imaginados como los hechos reales, no menos magníficos
y hoy no menos inolvidables. En mi ajetreada memoria finalmente
conviven unos y otros acaso con la misma credibilidad. Por fortuna
sé que algunos de esos sueños sí fueron ciertos
y el inusual encuentro con Shelly fue y es prueba y ejemplo contundente.
- Vía Internet
una estadounidense que vivía en Japón desde hacía
unos años me solicitó alguna recomendación
para su paso por Singapur en camino hacia la isla de Bali en Indonesia.
Siendo que unos meses antes yo había quedado prendado de
aquellas tierras y de su gente, le asesoré lo mejor que pude
en esas circunstancias, ayudándole también a reservar
hospedaje para los días en Singapur. El día llegó
en que recibí su llamada, y así quedamos de vernos
en la estación del MRT (metro) City Hall un sábado
por la mañana. Tan ilógicamente como en uno de mis
sueños, a ninguno de los dos se nos ocurrió que nunca
antes nos habíamos visto, y que por lo tanto sería
difícil reconocernos en medio de los cientos de pasajeros
que pasan por el lugar. Hasta que llegué al sitio me di cuenta
del tamaño del error, y queriendo improvisar pensé
que descalificando a las mujeres de aspecto oriental aumentarían
mis posibilidades de encontrarla, pero durante dos horas nunca fructificó
mi método de acercarme a cuanta mujer calificaba como sospechosamente
estadounidense y preguntarle si ella era Shelly. Ocasiones no faltaron
de usar el pretexto para hacer conversación y porqué
no algo más, pero la búsqueda persistió, por
desgracia sin resultados. Algo que tampoco consideramos fue que
Shelly no sólo no me conocía a mí, sino tampoco
conocía Singapur, y las mismas dos horas estuvo ella esperando
a alguien con aspecto de mexicano en otra estación que no
era la de City Hall. Finalmente y después de muchas horas
de espera y recados, quedamos de encontrarnos en el Museo de Arte,
ella llevaría unos shorts cafés y pelo rubio, y yo
como signo de reconocimiento mis largas barbas y una playera blanca.
Cuando al llegar la vi sentada en aquella mesa del café del
Museo me arrepentí no solamente de no haberla conocido antes
en ese fin de semana, sino antes en mi vida. Tan bella Shelly temí
pensar que sería aburrida y vacía como dicta la regla
intrínseca del ligue, aunque ya sus correos electrónicos
lo negaban. Así se dio la plática, un poco sobre México
y Estados Unidos a cambio; otro poco sobre Singapur y Japón
a cambio; otro poco más sobre los viajes y la vida y sobre
la gente y la democracia, y el clic de la primera impresión
se hizo más grande, lo real parecía más un
sueño y así pasaron las horas con té helado,
luego caminando por los Jardines Chinos, luego en el vagón
del metro, pero siempre y cada hora más identificando la
proximidad en alguien que viene de una vida tan lejana. Tras este
tiempo el avión de Shelly salió rumbo a Bali, y en
él ella, rumbo a unas vacaciones por comenzar y una vida
suya por seguir. Yo me quedé pensando que las coincidencias
existen, que esas veloces horas que compartimos se quedarían
en mis recuerdos primero por la casualidad y la sinceridad con que
se dieron, y sobre todo por el enorme placer de descubrir y compartir
el sentir y el pensar con alguien tan cercano en los gustos e intereses
que más importan en la vida.
- Shelly se convirtió
a partir de ese momento en un recuerdo especial entre la mucha gente
que conocí en Singapur. Amigos de Rumania, España,
Irán, China, Colombia, Inglaterra, Francia, Italia, Suecia,
de tantos pasados e historias para aprender, pero las pocas horas
que compartimos con Shelly fueron tan mágicas y satisfactorias
como el mejor de esos sueños tras los que me desperté
sonriendo.
... continuara?
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