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En Noviembre de 1999, dos meses antes del fin del mundo según las catastróficas predicciones, escribí estas líneas que llame “Bitácora de un viaje con final pendiente”. Días antes otro mundo, uno personal, había terminado: un mundo que había transcurrido durante los últimos dos años y en el cual mi vida giró y cambió. Este movimiento centrífugo de larga duración prometía tener no pocas repercusiones para aquellas fechas, si se imagina que girar durante dos años más que mareo causa adicción.


La adicción de viajar, de mantenerme en movimiento, debo haberla heredado, como heredé la miopía, las barbas y el gusto por el dulce de zapote negro, por parte de la familia materna. Mi madre, irremediable viajera, debió alimentarme con leche muy agitada, agitada por sueños de recorrer primero el país en busca de pueblitos con iglesias coloniales, y más recientemente otras partes del mundo. Sus dos hermanos ya daban cuenta también de este ánimo nómada cuando años antes de que yo viniera al mundo ya habían recorrido leguas y caminos que más tarde yo mismo caminaría. Y el escenario al que llegué no fue sólo por esa parte de la familia. Mis tías paternas andaban explorando la China comunista el año en que nací, mi padre se convirtió durante un año en un grupo de postales y cartas desde Japón. Con esto habrá de quedar claro que uno además de hacerse, nace. Y si bien asumo y gozo el esfuerzo personal, es claro que me tocó nacer en un lugar y tiempo en el que eventualmente el viajar llegó a ser para mí un verbo superior a muchos más. Que esto haya sucedido y se narre en un párrafo así de sencillo, no quiere decir que haya acontecido de igual manera. Si bien durante toda mi infancia y adolescencia algún día no comí, fue por berrinche u olvido, en la casa nunca faltó el pan. Pero en aquel entonces quienes viajaban no éramos nosotros, eso era para los familiares ricos nada más. Yo crecí pensando que Acapulco sería lo más lejano que conocería, viajes eternos en enormes coches en los que el destino parecía no llegar nunca, Falta mucho? Y volverse a dormir. Lo máximo fue el viaje a Disneylandia, una semana en Los Angeles y la emoción de subirse a un avión.

De vuelta al penúltimo mes de 1999, la palabra viajar es diferente ahora, ya quien lee podrá formarse una mejor idea de esto, pues estas líneas que fueron un día el inicio de una bitácora sin fin, lo siguen siendo hoy más aún. Sigo escribiendo esta historia, la historia de un viaje que en aquel noviembre pensé que estaba por concluir, pero que al parecer continuará al menos durante los próximos años: un viaje con final pendiente.



I. Soy mi normalidad, dónde estoy?

Algunas historias tienen un final feliz, y es mejor contarlas comenzando desde el principio, al paso de quienes saben narrar, así uno sabe que cuando las cosas empiezan a ir mejor llegará la promesa de que todo estará bien y quien lee quedará creyendo que los personajes vivirán, al fin, felices para siempre; la historia que aquí se leerá, en cambio, comienza por lo que podría ser el final, ya sea porque no termina con un desenlace especialmente feliz o, para ser sinceros, porque todavía no tiene uno, o, para ser aún un poco más sinceros, será quizá porque quien esto escribe todavía no sabe si lo tiene o lo tendrá, si es que las cosas de este mundo tienen en verdad un principio y un final, ya sean felices o tristes, o mejor acaso, sin un estado de ánimo en particular.

Dejemos entonces que esta incierta historia comience por contarnos que hubo una vez alguien que inició y concluyó un viaje en el que circunavegó la Tierra, haciendo una pausa para aclarar que el saber esto de antemano no le resta emoción o mérito al resto de la lectura, que se dedicará más a los cómos y los porqués de tal viaje, que a cantar victorias o sembrar en quien lee, dudas sobre la suerte y el destino del viajero. Que se sepa de una vez que éste fue y vino, pues quien lo vio antes y lo ve ahora casi nada distinto podría decir sobre él, mientras sobre el viaje poco podría especularse, si empezamos por decir que éste comenzó y terminó en el mismo lugar. Seamos francos pues, no se trata de un viaje como la mayoría de los viajes que llevan y traen a la gente a algún lugar, y entonces puede uno decir "Fulanito o fulanita fue a tal y tal lugar", dejando sin aclarar que también regresó, pues la cordura omite esa y otras obviedades de la plática regular. Pero que esta falta no disminuya la emoción de quien lee, si bien a primera vista uno tiene que decir "El destino de este viajero fue su mismo origen", más adelante se verá que salir con la vista puesta en el sitio de partida no es tan inusual como podría sonar en principio, y ahí están para confirmarlo los atletas que usan de meta el mismo lugar de la pista del que primero salen corriendo despavoridos, sin que nadie se pregunte porqué apurarse a correr tan aprisa para llegar a fin de cuentas al mismo lugar. Y así como el atleta no podría ganar quedándose en el mismo lugar sin recorrer la pista, este viajero ganó, aunque a ciencia cierta no se sepa qué, saliendo y llegando al mismo lugar pasando antes por lugares varios, de los cuales, y hasta donde le sea posible, esta historia narrará.

- Llegué pues, y llegué bien. Al menos pies, manos, ojos y el resto de éste mi cuerpo ya están aquí de regreso, todos formando una pieza como antes. Así un día salí con rumbo al poniente, como el que quiere andar el camino por el que se pierde el Sol cada día. Lo seguí no con el afán exploratorio de un navegante, ni por una literaria apuesta de concluir la vuelta al mundo antes del octogésimo día, ni por confirmar de vista la diaria batalla entre el astro rey y la Luna y sus secuaces, las estrellas. Lo seguí porque sabía que nunca lo alcanzaría, pero me imaginaba que en el camino algo que cautivaría la atención y el ánimo podía pasar. El problema en todo caso es que no sé si ese algo interesante pasó o si más bien fueron varios algos interesantes los que pasaron o se quedaron, o si siquiera existe algo interesante, o si lo interesante es como lo nuevo o lo mismo, atributos que nos inventamos para calificar las cosas a veces de un modo y a veces de otro, siempre más en relación a su entorno que por su mérito propio. De cualquier forma si bien hoy todas las partes de mi cuerpo están de vuelta, y éste cuerpo es, según los calendarios y relojes que un día inventamos y que hoy nos inventan, un día más jóven, mis pensamientos, eso que llamamos lo intangible, lo otro, no estoy tan seguro que también estén de vuelta ya, o si vayan a ir regresando poco a poco, o si tenga que crearlos nuevamente a partir de lo que pueda recordar que alguna vez fueron, o si valga la pena el intentarlo, como si la lagartija al quedarse sin cola perdiera el tiempo en concentrarse para que ésta le vuelva a crecer otra vez. Es ese algo lo que se sabe que es parte de uno pero no se ve ni se mide, ni se puede poner a dieta o broncear, lo que en estos días he extrañado. Esa parte de uno que no vive y que confiamos que tampoco muera ni se pudra o se queme como el resto de lo que somos, es la que he notado ausente desde que regresé. Difícil de explicar la ausencia de algo difícil de entender, pero es una más de esas cosas que sabemos que existen aún sin haberlas visto, como la religión o la tecnología, que las presiente uno sólo por sus reflejos y por los productos de la fe puesta en ellas. 

- De este u otro modo con el paso de las horas y los días desde que regresé he sentido que no estoy aquí. A mi alrededor la gente habla y va y viene y, aunque hay algunos cambios, es fácil reconocer el lugar y mi cuerpo en él, pero ahora las cosas no encajan tan naturalmente como antes. Todo sigue siendo como siempre ha sido y sigue cambiando como siempre ha cambiado, pero hay algo, algo que sin saber qué es, sé que no es igual.

- Varias cosas he intentado ya. Desde que llegué he probado los tacos de canasta, las golosinas y la recámara de mi infancia, los amigos y las exnovias, las quesadillas y los tamales, el atole, la familia y las mascotas, más y de otros tacos, tequila y mole, tortillas hechas a mano, la conversación con el extraño no tan extraño como los de otros lugares, más familia y más amigos de otros tiempos, las escuelas y los vecinos, en fin, rastros y pistas que traigan o me lleven al tiempo de antes, pero nada ha funcionado. Vivo, voy y vengo como viendo todo lo que pasa desde fuera. Quizá han sido demasiados y tantos ires y venires que por un tiempo me tienen como al que baja de una montaña rusa y no está seguro del arriba y el abajo, o si hay diferencia, o si importa.

- En fin que en esta confundida condición es desde donde tomo un lugar para recordar los días de antes y durante el viaje, para intentar poner un orden a lo visto, y más bien a lo pensado, en los últimos meses con dos propósitos. El apremiante es uno egoísta, el propósito de aliviar el mareo espiritual en el que me encuentro. El otro, duradero, es uno colectivo, el propósito de compartir.



A estas alturas quien lee se ha enterado, por el viajero mismo, que éste fue y vino sano y salvo, sabe también que aunque se dice aparentemente completo, en sus palabras se nota cierta duda, y también sabe ya, o lo intuirá, que esta historia no será como otras muchas, pues el final se ha contado ya, al menos hasta donde el protagonista es capaz de verlo. Y para no cambiar el ritmo de las cosas, el lector ha de saber también que el orden de esta historia no será cronológico, los tiempos y lugares se mezclarán como se mezclan en la memoria. La realidad en esta historia será tan real como el olvido y el invento, la imaginación y los vacíos propios de quien escribe sobre tiempos cercanos y lugares lejanos, contradicción que inspirará, y con razón, poca confianza, pues es de esperarse que aquel que cambia de lugar y vida tan a menudo no pocas cosas inverosímiles terminará creyendo y narrando. Sea en todo caso el lector quien juzgue de acuerdo a sus propias experiencias, y memorias de las mismas, tanto lo que aquí dice el viajero como lo que se dice sobre él.

- Caminar tiene algo, es más que mover los pies, uno y otro siguiendo la secuencia que desplaza, no es palabra de una sola acción, generalmente para mí caminar ha sido también pensar. Claro, quien avanza alternando uno a uno los pasos termina moviéndose, va de un lugar a otro o regresa al mismo pasando por un tercero, pero al hacer esto mis pies no sólo mueven el resto del cuerpo, mi mente también se desplaza en el proceso. A veces dirigida, se mueve calculando, revisando los caminos que recorre, pero las más de las veces camina un poco en desorden, siguiendo líneas muy distintas del pensar. Y cuando es así, uno le toma un gusto al caminar de un lugar a otro como sin mucha prisa, como observando un poco y soñando más. 

- Ya este placer lo había yo descubierto cuando el Viernes Santo de 1997 decidí empezar a caminar antes del amanecer hacia el Lago de Pátzcuaro en Michoacán. Desperté con la idea y dicen que las ideas primeras de la mañana son buenas, así que emprendí el paso y seguí caminando durante el resto del día. A veces perdido, otras cansado pero siempre durante ese día feliz, caminé y caminé por brechas pasando por poblados, admirando cielos, cultivos, paisajes y pensamientos. El sol terminó ese día su recorrido y yo el mío, o él conmigo. Las piernas, la carne siempre susceptible a las leyes de la lógica, no resistieron más, pero el placer de escuchar el viento, de ver al niño sobre el caballo galopando a la distancia y de reconocer tras la última llanura el Lago y conquistarlo, es más intenso y duradero que cualquier cansancio.

- Después de esta iniciación, otros lugares han visto el transcurrir de estos, mis pobres y lentos pasos. Algunos han sido lugares silenciosos como ese caminar al Lago, las veredas por plantaciones de té en los Himalayas, las calles desiertas de los oasis egipcios, las carreteras andaluzas, o las caminatas por la Sierra Tarahumara, y de algún modo en estos ambientes el caminar y el pensar comparten el ritmo con el entorno, lo que ocurre dentro y fuera es compatible, lo que entra por la vista se disfruta y asimila, le dan a uno tiempo, lugar y ganas para recrearlo e imaginarlo como algo cierto. 

- Pero también hay otros sitios por los que mis pasos me han llevado que no son así, lugares en los que el mundo se divide en dos partes incompatibles que luchan por ser verdad y terminan siendo realidades paralelas incongruentes: el dentro y el fuera. Calcuta es uno de esos lugares. La frase "caminar por Calcuta" es casi una contradicción para mí, sobre todo al recordar que a menudo caminar ha sido sinónimo de pensar. Y es que Calcuta, como uno de los sitios más representativos de La India, no fue para mí un lugar para pensar. 

- Llegué a Calcuta después de vivir un tiempo en Singapur, ese lugar que tenía que ser también geográficamente una isla para ser coherente con el aislamiento excepcional de su entorno. Con la pulcra fama de Singapur y el antagónico prestigio de Calcuta, fue como ir de un polo a otro, comparación en la que omito valores, pues ambos, como todos los lugares habitados por humanos, tienen cargas positivas y negativas en más de un par de cosas. En fin que habiendo salido del aeropuerto Changi y aunque advertido iba por amigos de esa ciudad, entrar por primera vez a Calcuta no fue una impresión fácil de olvidar. En un principio pensé que las calles, los coches y en general la vida que se puede percibir a primera vista, era muy similar a la de México. De alguna manera Calcuta se veía más cercana a la ciudad de México y eso me hizo sentir un lugar familiar.

- Pronto la imagen empezó a cambiar y la familiaridad se alejó al menos del México actual. En todo caso el caos de Calcuta me hizo pensar más en el México del futuro no-tan-lejano que en el de hoy en día, en el México que amenaza en alcanzarnos. Al salir del aeropuerto me rodeó un grupo de taxistas que se veían dispuestos a todo con tal de llevarme a donde yo quisiera a cambio de 200 rupias, según ellos un regalo. Un robo según Mal y Joe, una pareja de neozelandeses que habían estado antes en India y sabían interpretar este tipo de 'ofertas' y con quienes terminamos compartiendo un taxi por menos de la mitad. Ese primer trayecto hacia el centro de la ciudad fue también una introducción a varios aspectos de la cultura hindú. En cuanto al tráfico, en India no lo cantarán como en León Guanajuato, pero es mucho más cierto que la vida no vale nada. En las calles se libra una batalla campal entre metal y carne, el que tiene más valor o menos miedo pasa primero y la única regla es no seguir reglas.

- Los "Ambassador" son los coches de modelo hindú más populares en toda India y en Calcuta son el sinónimo de vehículo motorizado, son calles llenas de Embajadores del Caos. De diseño clásico, formas redondeadas y lámina de grueso calibre, dan a la lucha por el tráfico un grado de dificultad extra y al peatón un grado de temeridad y un mérito mayor. Conforme nos acercaba el taxi a la ciudad también tuvimos lección intensiva de gritos e insultos en bengalí por parte del conductor, que se mezclaban con el ruido de los motores y el inagotable sonar de las bocinas de camiones, autobuses, motos y coches. Otros terrores metropolitanos se ven y viven a diario en muchas ciudades como Bangkok, Cairo o México, pero Calcuta es vencedor indisputable en la coronación por la mayor máquina de ruido, humo y caos. Entre los vehículos a vuelta de rueda la vida pasa, los peatones van y vienen, los limosneros, las vacas, las bicicletas, los vendedores ambulantes y los 'rickshaws' o carretas impulsadas todavía hoy por hombres sin rostro, sombras de humanos, descalzos y con la piel tostada pegada al hueso, todo se mezcla y da forma a un aglomerado amorfo difícil de creer aún cuando uno es parte de el.

- Calcuta es un mercado, es una puesta en escena, un carnaval y un desfile, es un congestionamiento vial permanente y es también un basurero, y un museo. Estas y otras varias realidades en diferentes capas suceden en el mismo lugar, ocurren simultáneamente y a eso me refiero cuando aclaro que caminar por Calcuta es incongruente, es ser parte de lo que está pasando en la calle de un modo que no permite la distancia y confunde las ideas, diluye el límite entre acción y reflexión. Quizá por esto a la orilla del río en Calcuta se diseñó un gran espacio verde al que regularmente la gente puede escapar enmedio de la ciudad y tomar un respiro. La reina Victoria descansa estatuaria en su trono y desde este lugar teniendo en primer plano a los jardines, sólo ve cruzar de vez en cuando a los mismos tranvías que todo el siglo han soportado la sobrecarga diaria de gente e historias, y no se imagina que un poco más allá, al pie de los edificios hay un bullicio de mendigos, gente que va y viene, sale del metro y se cuelga de un autobús, y un caminante recién llegado, que como ella no alcanza a preguntarse y menos a comprender lo que ve.

- Ya desde los primeros días en India aprendí a fuerza de percibir y no pensar, a desconfiar de quienes, generalmente visitantes, tratan de definir La India. Cuando alguien comienza a decir "La India es…" tiendo a no escuchar el resto de la frase, pues en carne propia empecé a darme cuenta que en todo caso India es eso y todo lo demás que se pueda decir. Desde el primer día en que emprendí el recorrido a pie por Calcuta supe que el calor, la sensualidad y el sabor de India es mejor percibirlos que tratarlos de entender. De ahí en adelante preferí abrir los ojos y evitar en lo posible los "porqués?".

- En ese contexto, el conocer a Rita fue no sólo una de las mejores experiencias en Calcuta sino en todo mi paso por India. Ella me ayudó a hacerme menos preguntas y a disfrutar más lo que apenas podía entender. Habiéndonos conocido por Internet, el primer día en Calcuta le llamé a su trabajo y quedamos de vernos a la entrada de un cine cercano al albergue del Ejército de Salvación, en donde me hospedé. Rita tiene toda la sensualidad de la mujer hindú y una sorpresiva afinidad nos hizo identificarnos casi increíblemente, compartiendo gustos cinéfilos y literarios. Era un placer conocer a alguien en la antípoda del mundo con quien conversar sobre poesía tanto latinoamericana como bengalí e hindú y los pocos días que compartimos se dio entre nosotros una identificación especial, elemental en cualquier amistad verdadera. Caminar por Calcuta en compañía de Rita le trajo a la reflexión otro sabor, sus palabras y sonrisa acompañaban las breves explicaciones sobre Bengala e India, la historia y la realidad actual y yo torpemente intentando comprender sus palabras y respondiendo como mejor pude, que no fue muy bien, a sus dudas sobre ese mi lejano país, México.

- Rita me enseñó, entre otras cosas, a comer con la mano. La introducción a la comida bengalí tenía que ser placentera y a partir de ese momento supe que una cultura capaz de darse ese placer gastronómico merecía ya todo el orgullo y admiración que en las calles intenta ocultarse. Comer con la mano no es, como a primera vista parece a nuestros ojos, simplemente llevarse con la mano la comida a la boca, es todo un proceso de degustación y saboreo que supera a la boca y conquista los otros sentidos del cuerpo. Debía ser algo hindú, ilógico para el extraño pero terriblemente sencillo y natural para quien lo vive, de innecesaria comprensión. Y que al leer esto no se olvide que el iniciado es mexicano, de un lugar en el que la tortilla nos acerca al placer del alimento multisensorial, pero el proceso de amasado, de combinación de salsas y especias en el plato y la manipulación del bocado es algo distinto, algo que hasta que no se hace no se disfruta, y me evito otras comparaciones. El hilsa es el guiso que más orgullo despertó en Rita, quien como buena bengalí destaca los méritos y bondades de la cultura de Bengala a la menor provocación. Pescado local, tiene un espacio y tiempo en la comida, como cada platillo, pues a pesar del caos del entorno, paradójicamente a la hora de comer el bengalí sigue un orden casi compulsivo en la secuencia de los platillos y la correspondencia de las salsas y los curris con cada platillo. Sabores agridulces primero, guisos en orden de picante y así cada verdura y pescado. Desde luego que mi desobediencia por la ignorancia de estas reglas tácitas pero estrictas en la secuencia de platillos y mi poca pericia con el uso de las manos, nos tuvieron la mayor parte de la comida y de esa tarde de buen humor a nosotros y supongo que también a los meseros y a los otros comensales del lugar.

- En Rita, en sus ojos, en sus palabras y en su presencia encontré los mejores rasgos de la cultura hindú, y entonces la incongruencia de Calcuta se hizo mayor. Mientras caminábamos por esas calles y al ser asediados por mendigos, vendedores y estafadores, no podía entender al contemplar el espectáculo decadente, que esta urbe hubiera sido capaz de servir de cuna a alguien con la sensibilidad y delicadeza de Rita Bhatacharjee. Esta y otras muchas paradojas sean quizá lo más acertado a una definición de un lugar que lo es todo sin serlo.

- Así terminó el principio de mi recorrido por India, caminando Calcuta. Caminando intentando no pensar sino sentir. Imaginar cómo el tiempo aquí no pasa, ver y lidiar con la idea de ejércitos de familias habitando la calle, comiendo, reproduciéndose y muriendo ahí, heredando el espacio público durante generaciones, y fue entonces y con la ayuda de Rita, que decidí buscar una compañía que estuviera conmigo durante el viaje y me explicara, a su modo, su propia visión de India. Elegimos entre los dos a los mejores: autores literarios hindús contemporáneos, los hijos de la medianoche según la definición de Salman Rushdie, aquellos escritores que nacieron en un país llamado India que antes de ellos, antes de 1947, no existía y sin embargo tiene una de las historias más antiguas de la humanidad. Paradoja como todo en India, como el caminar por Calcuta. Durante el resto del viaje los libros de Narayan, Rushdie, Chattarjee, Satyajit Ray, Tagore, Vikram Seth y Gita Mehta darían más peso a mi equipaje y a mi experiencia, enseñándome otras paradojas y otras realidades hindúes.
 



Sirva para quien lee, el saber que la melancolía que acompañan estos recuerdos sobre los primeros días en India, no es algo extraordinario en la recapitulación de las experiencias de nuestro viajero. El sujeto cree haber capitalizado las enseñanzas místicas de aquellas latitudes y hoy lo encontramos inconfundiblemente más filosófico que antes de partir por el mundo en el viaje que nos ocupa. No es cosa de notarse en su caminar o a simple vista, hay que haberlo conocido antes y ahora para confirmarlo. Y tampoco es algo que un día haya ocurrido de repente, uno no sabe bien en qué momento empieza a caminar o en qué otro se empieza a enamorar, o cuándo se hizo uno viejo y es tiempo prudente de morir. Así pasan las cosas y así la vida del que viajó y regresó, de pronto lo vemos hablando menos y escuchando más, o acaso será que al estar callado no escucha a los demás sino a sí mismo, pensando. O será de algún otro modo, pero en esta historia se irá viendo que habla de cosas pasadas como siempre mejores y de amigos distantes como siempre ideales. No es sino hasta que el pasado se hace presente cuando iremos adivinando dimensiones más reales de lo narrado. Y es que comparar el caminar con el pensar no es algo que se crea tan fácilmente en tiempo presente. Cuando hay que ir, se va y no se va pensando que en vez de caminar está uno pensando, ni que al detener el paso también las ideas lo harán. Es algo, como mucho de lo que aquí ha de decirse, que se aprecia mejor en tiempo pasado.

- Pero si han habido ocasiones en que el caminar ha sido pensar, en Marrakesh aprendí a cultivar lo opuesto. Y no a caminar sin pensar, sino a pensar en reposo. Después de las semanas atravesando India y pasando por Inglaterra, la semana final del viaje fue simbólica en varios sentidos. El Mahgreb, esa zona que hoy es Marruecos y que en árabe significa 'donde se pone el sol', era la última escala del viaje que empezó siguiendo la ruta del sol y que tuvo a bien comenzar por el país del sol naciente, sin olvidar que el viajero desciende del pueblo que rendía tributo al rey astral. El simbólico Sol y mis reservas terminaban con mi camino y tocaban el quinto continente del recorrido, 21 meses después de haber zarpado. Ahí donde en la antigüedad terminaba el mundo ahora empezaba el mío y se acercaba el momento de regresar a una vida que se había quedado en pausa por dos años y a la que ya tenía ganas de reencontrar sin saber muy bien cómo hacerlo.

- Con la mochila al hombro llegué a Casablanca, desde donde tomé el tren directo a Marrakesh, histórico lugar de encuentro de culturas y tiempos. Y aunque originalmente planeaba circular por Fez y Rabat como haciendo un circuito por los puntos más interesantes del país, en nombre de la verdad he de decir que el bullicio de Marrakesh me atrajo tanto que decidí dedicar toda la semana a sentir el lugar y en pocos días conocí, aprendí y ejecuté con maestría la actividad local por excelencia: sentarse a ver pasar la vida desde la mesa de un café.

- Estando ahí pensé que el aire afrancesado de la ciudad junto a la palpitante cultura árabe y los rasgos bereberes locales hechizaban el ambiente y decidí disfrutarlo en reposo. La bitácora de esos días listaría al pie de la letra las actividades a realizar: sentarse todo el día en distintos cafés y restaurantes de la ciudad, por la mañana leer un libro y tomar té de menta, desayunar y caminar, pero no mucho, por las callejuelas de la ciudad antigua, si acaso en busca de otro café. Por la tarde leer el periódico que llegaba de España y tomar más té de menta. Escribir y tomar notas, y en casos más extraordinarios, salir a tomar fotografías. Fue ahí sentado en los cafés de Marrakesh donde descubrí la verdad detrás del dicho bereber "Lo despacio es de Dios, lo rápido del Diablo". Esta filosofía me llevó a las palabras de Kundera sobre el valor de lo despacio contra la moderna prisa de ésta, nuestra civilización del tercer milenio, y entre “La Lenteur” y otras cosas pensaba mientras vivía la vida marroquí, saboreándola.

- Cuando no estuve sentado en los cafés, me di a la tarea de conocer los platillos marroquíes. Los caracoles, los platos rebosantes de cuscús, el sabor de la canela en la pasilla y los jugos de naranja, todo preparado y disponible en la plaza con más vida del mundo, la Place Djemaa el-Fna. Lugar de reunión de encantadores de cobras, malabaristas y acróbatas, contorsionistas, magos y adivinos, músicos y bailarines, tatuadores, merolicos y vendedores de elíxires, actores y faquires, en fin, todo un regimiento de seres extraordinarios que durante todo el día, y especialmente a la puesta del sol, se amontonan en ese espacio en busca de locales y visitantes que acuden a la cita a jugar de espectadores y a dar a cambio unas monedas.

- Como escenografía a todo esto, la arquitectura marroquí. Mezquitas, minaretes, murallas y edificios con el exquisito gusto morisco de patrones geométricos indescifrables y perfectos, de caligrafías entrelazadas y proporciones estudiadas. Fue ahí, en ese ambiente de obras y gentes extraordinarias, donde retomé un ritmo de fin de viaje con el que llegaría a México con menos expectativas y más paciencia, respirando más profundo y habiendo aprendido a pensar no sólo al caminar, también en el reposo.



En las palabras de este caminante, que ahora deja el andar y toma el narrar, hay un aire de quien piensa que recorrer el mundo es ser de él. Tiene su actitud pasiva y sedentaria un sabor de auto- complacencia más cercano a la vagabundez, la cual debería ser difícil alabar como lo hace, que a la verdadera reflexión que insinúa. Pero habrá que entender que mientras el lector comienza a conocer esta historia, el protagonista narra ya el final, de cuando había ya recorrido por tren, barco, avión, elefante, camello, bicicleta, balsa, motocicleta y a pie, tierras remotas y desconocidas, y que para estas alturas la idea de pasar un par de horas en una silla parecía menos descabellada que al inicio.

- En un principio era todo aventura, y todo podía pasar. Habiendo dejado la vida normal atrás, habíamos decidido con Fernando invertir el jugoso ahorro del trabajo en recorrer el mundo. Con 25 años y dinero en la bolsa muchas locuras podíamos hacer, o lo que era peor, muchas normalidades. El primer auto en serio, el enganche de una vida como son las demás, pero ambos elegimos escapar a la lógica que muda va dictando a quien le falta imaginación o locura lo que debe hacer: una vida, crédito, pareja, impuestos y comida caliente. La alternativa parecía mejor: el mundo. Y así nos embarcamos como solamente se pueden hacer estas cosas: saltándole a las circunstancias y dejando atrás todo lo que ata e impide levantar vuelo. Trabajo, familia, amistades, casa, mascota y lógica se quedaban y nosotros nos íbamos a perseguir el occidente de la brújula hasta completar la vuelta, irnos tan lejos como fuera posible, tan lejos que de continuar termináramos estando cerca, de un sitio al mismo sin regresar, siempre avanzando. A comprobar la redondez del mundo, y quizá con más frases e ideas de este tipo en mente que con un motivo certero a encontrar en el camino. América, Asia, Europa, Africa y otra vez América, siempre abiertos a lo que surgiera y con el gusto de ver lugares y personas distintas, lo otro, lo lejano, lo desconocido, haciendo real lo siempre imaginado al posar la vista en un mapa del mundo.

- Durante un año planeamos la idea, la emoción fue en aumento desde la primera vez que lo consideramos hasta el momento de partir y ver que se hacía realidad. Japón, China, Tailandia, India, eran nombres que antes querían decir lejos, inalcanzable, y ahora se veían cercanos, posibles. Jugándole una broma a la cotidianidad y a lo que se supone que uno puede o no hacer, pues al menos yo no había pensado antes, cuando en aquel pupitre forrado de verde y plástico debía aprender las capitales y los ríos de Asia, que un día estaría ahí, comiendo, durmiendo, nadando, hablando, siendo uno más. Esas eran cosas de libros o de otra gente, no de alguien que durante niño vacacionó en los balnearios de Oaxtepec y de adolescente se escapó al entonces lejano Puerto Vallarta, donde terminó lavando coches para prolongar unas semanas más su aventura. Y ahí estaba ahora, un boleto alrededor del mundo y una mochila con tres cambios de ropa, algo mínimo de efectivo y dos manos para lavar coches donde fuera necesario. 

- Uno de los pocos y mejores preparativos que hicimos fue acaso el contactar a lo largo de varios meses a otros diseñadores en cada uno de los países que visitaríamos. Seiscientos correos electrónicos, doscientas respuestas y casi un centenar de invitaciones después, conseguimos citas con varios colegas relacionados con el diseño industrial y de multimedia: profesores universitarios, profesionistas, e investigadores con quienes nos entrevistaríamos o tomaríamos un café para dialogar sobre la profesión e intercambiar experiencias. De Hong Kong a Austria planeamos formar una red de contacto como aprovechando el viaje, y al regreso darle forma a esta comunidad  quizá en un sitio de Internet. Ambiciosa o no, la idea era multiplicar puntos de contacto y claro, estar dispuestos a cualquier eventual oportunidad de trabajo por unos días, meses o años.

- Así, un 27 de enero más llegó y dejamos la ciudad de México, empezando por la costa oeste del continente, visitando la ciudad de San Francisco, California. No que fuera la mejor parte del recorrido ni la más exótica, pero decidimos hacer la escala en Estados Unidos y parecía buena opción. Y la fue, con sus calles de película, los embarcaderos en la antigua bahía de la Yerbabuena, el Golden Gate y los tranvías, los antros y barrios raciales, íbamos tomando sitio en nuestros personajes de viajeros, identificándonos con la vida de mochila, de albergues juveniles, de visitas a museos y la oportunidad de conocer y conversar con diseñadores locales. Poco a poco practicábamos la capacidad de observar las escenografías y a quienes las habitan, en este caso las castas del libre mercado: el irónico nombre de la Plaza Unión donde coinciden inversionistas, empleados, prostitutas, los homeless, la permanente locura e individualidad de la gente, los trabajadores latinos y quienes los explotan y las zonas demarcadas de conquista étnica: el barrio chino en plena preparación para el nuevo año, el latino, el financiero, etc. La poca gente que conocimos nos proyectó la artificialidad estadounidense creyéndose el ejemplo de éxito del fin de milenio. La idea de consumir un turismo envasado y mejorado, y la venta de esa parte del sueño americano fue de algún modo una buena estrategia para el inicio del viaje, como quien sabe que va a ir de menos a más.

- Después de una semana de arte moderno y sex shops, de ver limusinas pasar frente a gente viviendo en carritos de supermercado, de moda y disidencia, de galerías y prostíbulos, el viaje tomaba mayores dimensiones, nos preparábamos para cruzar el océano más grande, el Pacífico.



Dos, y no uno, eran los viajeros al iniciar el viaje. De cómo partieron se ha dicho algo ya, siendo un par de ellos, pero que no confunda al lector el hecho de que al final se hable de uno sólo. Éstas y otras muchas historias se entremezclaron  antes y durante el viaje, y el tiempo llegará de conocer los motivos y eventos que al par dividió, cambiando el curso del viaje para cada uno.

- El cambio a veces viene gradual, con un avance lento de pasos firmes, y a costumbre de ver el constante paso de las horas y los días, no nos damos cuenta de su efecto. Cambian las cosas y lo que era ya no es y viceversa, y de cierto modo uno se va acostumbrando al cambio sin mucha preparación o reflexión. Así han pasado épocas de mi vida, la escuela, la niñez, el trabajo y el inicio de este viaje. Pero otras veces los cambios pierden paciencia y se presentan de un día a otro, basta un minuto, un segundo para que las cosas ya no sigan siendo igual, y sea para bien o mal éstos son los cambios más difíciles de recibir. Uno abre el ojo en la mañana sin prepararse para en la tarde estar en la cárcel o en la cama de un hotel, y cuando algo así pasa, toma un esfuerzo terminar de creerlo. Son esos cambios los que me han costado más trabajo creer, llevándome una noche o dos de sueño o falta de y varias horas, a veces días, para asimilar. Por suerte han sido los menos, por suerte también han sido los más importantes.

- Fue en uno de estos días, que a primera vista parecía otro más, inocentemente disfrazado de día cualquiera de febrero, en que cumplía con el itinerario al llegar a la isla de Singapur en el sureste asiático. Dos de la mañana, procedente de Hong Kong y con el plan de subir por la península de Malasia y llegar a Bangkok en Tailandia en cosa de tres o cuatro semanas. Costa este, costa oeste, océano Indico o mar de China, hice planes toda la madrugada en el aeropuerto esperando la luz del día para tomar el servicio público de autobuses e iniciar el camino. Un día, quizá dos, serían suficientes para conocer las atracciones en Singapur contando un par de reuniones confirmadas con gente de diseño. La primera en la facultad de cómputo de la Universidad Nacional, con un doctor Chee, quien dirigía un laboratorio multimedia.

- Pasando las puertas del aeropuerto y aún siendo las primeras horas del día, sentí el calor abrazador y húmedo del lugar. Después de los fríos en China y Japón este clima parecía darme la bienvenida a una ciudad de calles y autopistas amplias y modernas, llena de jardines y con plantas y flores exuberantes por todos lados, dándole y repartiendo vida y color incluso sobre los puentes peatonales. El autobús avanzó primero por carreteras con palmeras al borde, entrando por zonas habitacionales de edificios altos y en general de aspecto nuevo, hasta donde se comenzaron a ver los rasgos un tanto universales del centro de una ciudad, y a la vista lo que debía ser uno de los mayores puntos de referencia en la ciudad, el Hotel Raffles. Siguiendo algunas recomendaciones del libro guía nos asociamos con otro viajero japonés en la búsqueda de un lugar donde dejar las mochilas y al cual poder llamar 'casa' esa noche.

- Ya instalado, confirmé la cita con Chee para media mañana en la Universidad, empleando las primeras horas para recorrer la zona aledaña al hotel, asombrado un poco por las cualidades de esta ciudad- estado de nombre Singapur, con una edad como país de apenas 33 años y con fama de eficiencia y crecimiento económico, modelo a seguir para quienes así lo crean. Pero en todo caso estando ahí y tras esas pocas horas de haber llegado, hubo en mí un cierto y peculiar agrado por el lugar, por el encuentro de culturas, idiomas y religiones tan distantes todas de la mía y que ahí conviven sin negarse unas a otras.

- La reunión no fue una de especial mención. Tras el saludo y presentación vinieron comentarios, opiniones, preguntas, experiencias previas y perspectivas del diseño de interface y multimedia, un interesante intercambio en todo caso de intereses y puntos de vista, coincidiendo en varios temas y en una conversación disfrutable. Lo especial vino en un final inesperado, cuando el diálogo estaría a punto de seguir con algo como 'bueno, muchas gracias por la visita', y en su lugar vino la pregunta que cambió muchas otras cosas después. La pieza del dominó que cayó en ese momento fue la oferta de trabajo por un período de un año y medio y las demás piezas que desde ahí empezaron a caer abarcan incluso al lector quien ahora esto lee. La respuesta natural, si recordamos que la naturaleza del viaje era la de la aventura, fue un sí y comenzaron los trámites para llevarla a cabo. Mi familia, tan sorprendida como yo mismo, se apresuró a recopilar los documentos necesarios y enviarlos, logrando que en cosa de 10 días la solicitud fuera oficial y que sólo restara esperar unas semanas más para que la Universidad cumpliera los trámites necesarios. 10 días que no fueron fáciles, con largas horas de espera y de ideas en estampida, estrellándose unas contra otras, los efectos de la nausea del cambio.

- En apenas 8 horas de haber llegado a Singapur aparecía la opción de extender la estancia de un día a quinientos, y con ello como efecto exponencial, más y más cambios, la idea de vivir en el extranjero por primera vez y de qué forma inesperada y en qué lugar lejano. La aventura, el paseo, adquiría un matiz diferente invadiendo los terrenos del largo plazo y despertando planes y preguntas que protegemos casi siempre en el tiempo futuro. De repente era un 'fast forward' en lugar del 'play' anecdótico del viaje de mochila, un estar en el lugar y en el momento, y listo o casi para tomar lo que viene sin aviso.

- La improvisación tuvo lugar, en aquella entrevista y las subsecuentes surgieron preguntas sobre cosas que dije saber y dominar, y las siguientes semanas de espera fueron también de respiro para estudiar lo que había dicho que sabía sin saberlo. Fue, a la más apegada tradición de la Adelita un decir 'si' sin decir cuándo. Fue también un tiempo de ver la isla jardín ya no como un destino dentro del recorrido por Asia, sino como un muy posible futuro hogar al menos por un tiempo. Me ocupó desde esos días el observar la gente, la vida diaria, la cultura que existe y que no, la convivencia cotidiana y en general lo que uno no puede ver como turista y no puede dejar de ver como habitante.

- Singapur, isla. Aislada geográfica e históricamente de su contexto regional. Isla- ciudad- país que celebra los días festivos de los calendarios chino, musulmán e hindú y que habla los tres idiomas más un cuarto, el inglés. País con muchas famas y referencias al grado que una estación de radio mexicana había venido más de una vez a transmitir programas en vivo desde aquí. Fue entonces cuando escuché los primeros detalles sobre Singapur, capital y país, capital del capital en el sureste Asiático, capital desde ahora y por los próximos meses de los acontecimientos de mi vida. Cambio radical e instantáneo, cubetada de agua no tan fría y más bien agradable, así fue el día en que abrí el ojo siendo turista y lo cerré siendo habitante del lejano oriente.
 



Más y otras historias le escucharemos al viajero que por un tiempo dejó de serlo sin saber bien cómo, interrumpiendo el apretado paso que traía y quedando otra vez accidentalmente en posición de ganar en vez de gastar el de por sí escaso dinero del viaje. Ya siete años antes algo similar habían hecho este mismo viajero y otro entonces compañero de aventuras, juntos habían emprendido un recorrido por el oeste de Europa con la convicción de hallar trabajos de lo que fuera que dos sin oficio pudieran hacer con tal de construir una aventura. En los campos franceses cosecharon uvas y tabaco, sirvieron en restaurantes de ferias comunistas y en calles, parques y estaciones de tren durmieron no pocas veces. Ahora la ocasión era distinta pero igual, en vez de uvas, computadoras, que la cosecha es la misma con tierra que con silicio, y el esfuerzo de quien trabaja ambas no es distinto, en este caso ni la persona.

- En el mercado de las ocupaciones humanas la cotización de quien trabaja las uvas está por debajo de quien lo hace con computadoras. De hecho, hoy hacer cualquier cosa que involucre una computadora se valora más que casi cualquier otra ocupación, y cada vez más conforme se acerca el siglo de la promesa digital. Que este error de apreciación sea entendible en una sociedad como la humana no es raro, y en todo caso tal imprecisión me favoreció y permitió mayores y mejores ingresos por diseñar programas multimedia que por la no menos importante labor de hacer de las uvas vino.

- Si con Luis dormimos en parques y estaciones de trenes en Europa, fue porque nuestros ingresos no nos permitían otros sitios, y encima porque nuestros 19 y 20 años de edad no nos exigían otras comodidades. Era parte de la aventura, imaginar al resto de los nuestros yendo a clases y habitando su vida más o menos predecible nos cobijaba mejor que cualquier hotel. Haber viajado de aventón desde Dublín hasta Sevilla era comodidad suficiente para dos con hambre de historias. Pero ahora, cinco años después, y sobretodo después de cumplir con los 16 años de lo que llaman instrucción formal, otras posibilidades estaban al alcance. El empleo en Singapur daba pues para techo y algo más, y así fue como conocí a Allan y Kala.

- Pareja de hindúes que, en la más pura naturaleza hindú, lo eran y no al mismo tiempo. Los padres de ambos si que lo eran, pues habían nacido en alguna de las aldeas del sur de India, Tamil Nadu, en una época en que India era una idea que no existía y Singapur una posesión inglesa también. Curioso sería que cuando uno nace le dijeran 'En unos años vas a vivir en un país que hoy no existe y tus hijos nacerán en otro más por inventar’. Por fortuna no hay quien venga y le diga a uno esas cosas y el cambio, siempre el cambio, llevó a las dos parejas al otro lado del océano Indico y ahí tuvieron a sus hijos, y éstos ahí se conocieron y casaron siguiendo al pie las costumbres tamiles de la ocasión. Como todo habitante de Singapur, al casarse Allan y Kala recibieron su departamento de manos del gobierno, tres recámaras y dos baños, uno oriental, el otro occidental, todo con una decoración kitch que corrió ya por cuenta de ellos y sus gustos. La ambición por el ahorro, o la coincidencia otra vez, hace que el mexicano que busca casa y los hindúes no hindúes que la ofrecen, nos encontremos y firmemos un contrato por la renta de la habitación con baño occidental, que para el primero es costumbre propia y para los segundos ajena al fin y al cabo. Con lo que en México se paga una casa de dos pisos, en esta tierra, escasa de la misma, apenas se consigue esto, que a fin de cuentas resulta ser la mejor manera de convivir con la cultura local, y en este caso en especial, con una de las más interesantes.

- Con Allan y Kala me tocó vivir el hinduismo un poco como había vivido antes el propio catolicismo familiar: presente en casa, una posición ideal para el observador pasivo. En la sala un lugar importante, frente a la televisión Sony, lo ocupaba una cortina amarilla tras la cual habitaban los principales dioses sobre su altar: Shiva, Durga y Ganesh ocupando los primeros lugares y junto a ellos velas, ofrendas, arreglos florales, inciensos aromáticos y las fotografías de otros personajes, quizá parientes fallecidos, quizá gurús familiares. Pero en especial dos elementos del mundo detrás de la cortina amarilla fueron notables durante mi estancia en el hogar hindú: una campana y un incensario. Durante meses, cada día a las 6 de la mañana y de la tarde ritualmente circulaba Allan por cada habitación y se escuchaba el tocar de la primera y se percibía el aroma del segundo, convirtiéndose en parte natural del día, casi imprescindible. Atención especial ponía en cubrir las puertas y ventanas del olor, el sonido y el rezo que los acompañaba en voz baja, piadoso. Y en cada puerta y ventana signos de protección y bendición hinduístas: costalitos de tela amarilla amarrados, colgando de cada esquina, y a la entrada limones frescos partidos en mitad, un puro encendido, flores, una lámpara de alcohol, líneas de ceniza y muchos otros talismanes protegiendo el hogar de la presencia de lo que, al intentar explicar, llamaban los malos espíritus.

- Desde luego que estos atavíos domésticos eran tan sólo los primeros signos visibles de una permanente práctica religiosa que no era excepcional en el hogar de Allan y Kala, sino propia de cada familia hinduísta, minoría cuantiosa en la isla. Cada día los templos de esta religión reciben la visita de los creyentes, es una celebración constante no sólo diaria sino presente en la mayor parte de los actos cotidianos. Desde el primer día, naturalmente, Kala me comentó que la única regla de la casa era no comer ahí carne de res, hecho incuestionable para cualquier hinduista, pues la vaca es considerada como el vehículo del dios Shiva, y por lo tanto es una blasfemia comerse a una, es casi como un católico comiendo arcángel. Fue desde ese momento en que me di cuenta que a las tradiciones, y más aún en el caso de las hinduistas, no hay que buscarles mayor explicación bajo cualquier lógica.

- Al tiempo me fui acostumbrando a salir de mi cuarto por la mañana y encontrarme a la pareja arrodillados frente al altar con las velas encendidas y encomendándose a los Dioses para el día que comenzaba. Quizá desde mis ojos extraños nunca alcancé a comprender estos y todos los ritos vivos del hinduismo, si es que están hechos para ser comprendidos, yo creo que no, pero en todo caso al ver la cercana mezcla entre religión y cultura no pude evitar sentir una especie de admiración por estos pueblos que han mantenido sus valores ancestrales y los adaptan a la vida en el nuevo milenio. Pensaba en los orígenes del hinduismo, en los milenios de transformación, las generaciones que lo han transmitido y enriquecido, validándolo, en los ritos del nacimiento, la boda, el sepelio y la vida diaria hindú, y pensaba también en esa parte nuestra innegablemente perdida en la historia, las culturas mesoamericanas, acaso guardadas en libreros o mal rescatadas ridículamente en grecas y glifos en camisetas. Ahora en México hablamos una lengua extraña y le rezamos a un mártir de Medio Oriente, en algo se refleja el pasado olvidado, pero mucho perdimos y viendo la riqueza que hay en la autenticidad y variedad de las culturas del mundo, esa pérdida debe lamentarla toda la humanidad. 



Si la vida doméstica del hinduismo impresionó al que ahora se lamenta por lo irremediable, habrían sido las experiencias en los espacios colectivos, las celebraciones masivas en los templos, las que transformarían una creencia o varias más del viajero. Dice no haber buscado explicaciones pero quien lo vio y escuchó entonces sabe que no resistió siempre la costumbre, Allan y Kala a menudo intentaron poner en sus términos razones a los aspectos de la religión hindú, contestando algunas de sus preguntas, pero al final siempre dejando por buscar más respuestas. El fenómeno es como el de una traducción entre dos lenguajes incompatibles, no hay forma satisfactoria de buscar una lógica occidental a un sistema de vida ajeno, y esto ha estado y estará presente en tantos aspectos de la convivencia entre humanos, que es casi obvio, pasándose no pocas veces por alto.

- Sri Mariamman es uno de los templos hinduistas más importantes en Singapur, al menos es el más turístico y el más fotografiado. Construido al estilo del sur de India tiene una presencia, y una fachada, majestuosa y está situado, irónicamente, en el corazón del Barrio Chino, ocupando una manzana entera. Entre callejones de restaurantes y comercios de productos chinos, el muro que rodea el templo está rematado cada veinte o treinta pasos, en todo lo alto, por vacas blancas de cemento, viendo, sentadas, pasar la vida. A la entrada tiene el templo un portón de madera alto y pesado, adornado con innumerables campanas doradas que van anunciando el arribo de los fieles que las mueven con una mano al pasar a su lado. En lo alto domina una “stupa” piramidal que consiste en una superposición de niveles rebosantes de figuras de personajes y dioses en varias posiciones, cazadores, mujeres – carnero, flautistas, etc. El colorido de esta especie de cúpula le da un aire festivo al templo, llamando la atención de todo aquel que circula por su vecindad, invitando a entrar. Es en este templo donde dos de las más importantes celebraciones hinduistas se llevan a cabo al año, y en las cuales aprendí más sobre el ser humano y nuestra fe, el festival Thimiti en octubre y las fiestas de Sri Mariamman en junio.

- "Mientras en México se celebra el 'Dia de la Raza' (sea lo que sea lo que se celebra en esta fecha) y los niños en las primarias escriben sobre al almirante Cristobal Colón, en estas tierras los Hindus celebran el Festival Thimithi. Se trata de una serie de actividades durante varios días, durante los que celebran la victoria del bien sobre el mal según se narra en el Mahabarata. De todos los dias de festejos el de ayer es el más impresionante: el caminar sobre fuego.

- Algunas cosas he visto por aca, pero nada como eso... es en cosas como éstas cuando las palabras se quedan cortas para dar explicación. Nos tocó formarnos casi una hora, ibamos con Polly y Rafael. Ya dentro del templo es impresionante el ambiente, los músicos tocando percusiones y cítaras, la gente orando y gritando y los devotos formados en grupos para cruzar caminando a pie descalzo un tramo de unos 8 metros de brazas de carbón al rojo vivo. La energía que se respira en el lugar es algo que nunca había visto, al salir coincidimos en comentar que nos habíamos sentido un poco como 'Indiana Jones'. En el patio del templo se siente el calor del fuego y se respira el olor a flores, sudor y especias. La vibrante música apenas deja oir las oraciones de las mujeres reunidas al otro lado del patio y ocasionalmente los gritos y rezos de los que cruzan sobre las brazas. Entre los casi 3,000 hombres que  hacen este sacrificio hay de todo: aquel que parece estar en trance y camina lenta, pausadamente dando 7 u 8 pasos ceremoniales sobre el fuego, aquel que empieza caminando y al tercer paso empieza a correr y los más que prefieren pasar corriendo con 5 o 6 largos pasos. Todos están vestidos unicamente con una tela amarilla a la cintura y traen en las manos ramitas de plantas y flores. Al pasar sobre las brazas algunos cierran los ojos, otros gritan alzando la vista y los brazos al cielo, algunos lanzan pétalos de flores y otros caminan sin expresión alguna en su rostro. Al final del camino los espera una foza llena con leche que alivia sus pies. De ahi prosiguen al altar principal del templo donde el sacerdote los bendice poniendoles un polvo amarillo (azafran?) en la cabeza y la frente. Los devotos siguen orando y en ocasiones gritan frente al altar agitando las manos.
No fueron mas de 15 minutos los que estuve dentro del Sri Mariamman, pero me senti transportado a otra época y otro lugar. Un lugar de sacrificios, de ritos y cánticos, de Dioses por quienes se puede dar todo... un lugar diferente. Me devolvieron a la realidad dos escenas justo a la salida del templo: uno de los hombres que justo había cruzado las brazas se reunía con su esposa quien le pasaba una llamada por el 'celular' y otro más allá que también había hecho el rito, tomando una coca cola en lata."

- Un día de junio platicando con Allan, me comentó y recomendó ir al templo Sri Mariamman ese fin de semana, pues se llevarían a cabo las celebraciones en honor al patrono del templo, uno de los principales dioses del panteón tamil. Ese día me encaminé a dicho templo sabiendo de antemano que la ceremonia comenzaría desde media tarde e imaginando que, como todas las ceremonias hinduistas, podía durar varias horas, hasta bien entrada la noche. Al llegar al templo, la música atraía la atención de los fieles, contados por los cientos, ahí reunidos en el patio principal. Sobre los hombros de la apretada multitud alcancé a distinguir a los músicos con sus percusiones e instrumentos de viento, inundando con los ritmos repetitivos, hipnotizantes, cada rincón del lugar. Al centro se abría un espacio claro en el que un grupo de mujeres preparaban meticulosas las ofrendas de flores y frutas. Cuando algún asistente abriéndose paso al fin llegaba a ellas, les extendía las flores y frutas que había llevado, dejándolas a su alcance, mientras el intenso sonar de la música continuaba, sin visos de cansancio o pausa, y la multitud observante, dedicada, presente. Al cabo de una hora las ofrendas estaban listas, una principal, elaborada sobre un platón grande y hecha de frutas y flores en pirámide, alcanzando una altura de unos sesenta centímetros. Al tiempo, la música empezó a vibrar más fuerte aún, el ambiente empezó a sentirse más activo, electrificado, las miradas iban y venían más intrigantes, y en unos instantes la multitud dejó ver a un grupo de sacerdotes, hombres de mediana edad, piel morena, ojos intensos y de cuerpos cubiertos únicamente con una tela color amarillo, atada a manera de falda a la cintura. Algunas cabezas a rapa, otras con largas cabelleras aceitadas y recogidas en chongo, todos ellos con las caras marcadas de líneas de ceniza y con un aire de autoridad espiritual, ante todo. El grupo de cinco o seis sacerdotes colocaban la ofrenda más grande sobre la cabeza de otro más y encima de ésta la estatua del dios, negra y pequeña, mostrándose imponente. El resto de ellos cargaron las demás ofrendas y grandes incensarios que arrojaban un humo de olor intenso, que se sumaba al de por sí ya intenso calor y ruido del ambiente. Estando listos, los sacerdotes empezaron a caminar precedidos por los músicos y rodeados por la multitud que les abría paso entre reverencias y una excitación cada vez mayor. Empecé a darme cuenta que algunas personas  cercanas al paso de la comitiva se agitaban, primero observé a una mujer con los ojos desorbitados y en blanco, las manos y los brazos elevados y agitándose en el aire, la espalda encorvada, la cara transformada, la mirada puesta en el dios y gritando a todo pulmón, en plena convulsión. Mientras mi sorpresa intentaba aún convencerme de lo que estaba viendo, la escena se fue multiplicando conforme avanzaba el sacerdote, quien también para esas alturas se sacudía, gritando, girando en círculos, moviéndose al ritmo de la estridente percusión. Una a una, mujeres jóvenes y ancianas en su mayoría, pero también algunos hombres gritaban ya, unos en menor medida, pero la mayor parte fuera de control, los familiares que los acompañaban, tranquilos, sin ver nada extraño, les sujetaban las manos, sin faltar quien a menudo fuera contagiado por el trance. Cada persona tenía distintos efectos, en algunos todo pasaba pronto, en otros más el esfuerzo terminaba por agotarlos y caían rendidos perdiendo el sentido, desvanecidos, exhaustos. La descarga de energía era enorme, aún las ancianas saltaban y se contorsionaban con una energía casi increíble para su condición, escenas difíciles de creer si no es por el hecho innegable de estar ahí y estarlo viviendo. En un momento incluso, cuando el grupo de sacerdotes enfiló hacia el altar principal, pasando entonces muy cerca de mí, hubo apenas un instante en el que algo extraño sentí, un momento de duda, un acercamiento a la sensación de perder el control, un algo desconocido, un límite hasta entonces nunca rebasado, y entonces el instante terminó, las ofrendas, el incienso, los olores de flores y frutas, la música y el dios pasaron y se elevaron en el altar, arrodillándose entonces los fieles presentes y comenzando así para todos el final de la ceremonia y para mí el principio de una nueva forma de ver el mundo, un mundo de más sentidos que razones.



El ahora sorprendido viajante dice haber tenido en este peculiar templo un par de tardes de excepción. Con éstas sus palabras, hemos visto cómo alguien que está acostumbrado a las celebraciones religiosas más bien dominicales y más bien formales y aburridas, se sorprende de la intensidad del caminar sobre fuego y de multitudes fuera de sí, costumbres no poco extrañas y no poco difíciles de entender para quien llega un día sin esperarlo, a verlas por dentro y por primera vez. Pero con todo lo anecdótico de estos eventos, tendrá el que narra alguna historia más reveladora de lo diferente que es un mismo mundo para quienes nacen y crecen bajo regímenes distintos de ideas. De cuando asuntos de la vida, como el matrimonio, significan cosas muy distintas para un mexicano que para un hindú. 

- La primera impresión que tuve al conocer a Robbie fue algo entre curiosidad y asombro. Además de provenir de una cultura distante y fascinante como la hindú, su historia personal no era menos peculiar, y su carácter era alegremente amable. Joven ingeniero, nacido y crecido en una aldea cercana a Bombay, o Mumbai, en la costa oeste de la península hindú, en su aldea se habla una de las mil lenguas ancestrales de India que no tienen un alfabeto propio, uno de los tantos idiomas que han sobrevivido al paso del tiempo por transmisión oral únicamente. Además de esa lengua suya, Robbie habla otros tres idiomas el __, de uso común en Mumbai, el hindi y el inglés. Cuando lo conocí, Robbie llevaba dos años viviendo en Singapur y teníamos, aproximadamente la misma edad. El había llegado hasta esta isla, como casi todos los extranjeros llegan, en busca de un mejor trabajo y futuro, y para entonces su proceso de solicitud para la residencia permanente estaba avanzando. Su buen carácter reflejaba lo que él seguramente consideraba era su buena racha de suerte. Con Robbie compartimos un departamento, algunas tardes y muchas conversaciones. Me enseñó, entre otras cosas, los trucos del juego de mesa “carambol”, pero sobre todo de él aprendí a conocer más lo que podría llamarse el carácter hindú. También me enseñó que tenía yo equivocadamente algunas aprensiones sobre la vida y cómo vivirla. Después de un largo y nada sencillo proceso, aprendí gracias a Robbie que uno va por ahí creyendo algunas cosas sin hacer una pausa para pensar bien en ellas, y rechazando otras distintas, sin antes valorarlas a fondo. Quizá sea esa la esencia de la democracia o de la comunicación, en todo caso, poniéndome en los zapatos de Robbie tuve una lección y noté que el mundo es un tanto más ancho de lo que parece.

- Y es que en mi país y en mis tiempos uno crecía con ciertas ideas sobre las cosas, por ejemplo, el noviazgo y el matrimonio. Desde hace tiempo, y desde hace mucho, en México tener novio o novia no solamente ha sido algo normal, es casi un símbolo patrio sin lo cual no existirían tantas canciones ni serenatas, es algo para decirse en voz baja en un bolero o para gritarse a los cuatro vientos con un mariachi. De hecho es este proceso de enamoramiento uno de los ingredientes principales de nuestra folclórica personalidad. Hoy en día, uno o una sale con su pareja, se conocen y si las cosas salen como se pensaba, se casan, y si no, se cierra la herida, o se da vuelta a la página, o se vacía la copa, o se aprende uno aquellas canciones, pero lo vuelve uno a intentar. No que siempre sea bien visto intentarlo más allá de un número discreto de veces, sobre todo según lo que signifique discreto para cada quien, y sobre todo en el caso de la mujer y la provincia, pero generalmente un matrimonio en México sigue un proceso que podríamos describir así: dos personas se conocen, puede entonces pasar que se gusten o se atraigan o se identifiquen o lo que sea, pero de algún modo se enamoran, y finalmente decidan casarse. Siempre hay quienes prefieran improvisar, y se salten uno o más pasos, hay a quienes se les adelanta la receta y terminan casándose de emergencia, y habrá no pocos más que terminen cazados más que casados, pero los ingredientes del enamoramiento y del libre albedrío están de alguna forma siempre presentes. Pero regresando a nuestra historia, para la mala fortuna de Madeline, este modelo, casi universal, no aplica en la aldea de Robbie.

- Ellos, Madeline y Robbie, se conocieron en el trabajo, compartían profesión y algunos otros gustos más, y con el paso de un día y otro más, empezaron a darse cuenta, quizá primero ella, pero eventualmente ambos, que algo había entre ellos, algo que les hacía sentir bien estar juntos y pensar cada vez más en el otro. Cuando Robbie un día me contó la historia, ésta parecía la típica de dos que salen al cine y a pasear y poco a poco se aprecian y enamoran. Todo hubiera sido irrelevante en esta historia, y yo no recordaría nada, ni lo escribiría, a no ser por la aldea de Robbie, por la familia de Robbie que vive en esa aldea, y por las ideas de la familia de Robbie y del resto de la aldea, sobre estas cuestiones. Al principio Madeline no entendía el poco interés de Robbie hacia ella. Cada tarde, camino a su casa después del trabajo, pensativa ocupaba un asiento en el metro, tomando entre sus manos una envoltura de dulce, a la cual daba forma de corazón con unos dobleces, entre los que ponía, sólo ella sabe qué pensamientos, todos ellos incluyendo a Robbie naturalmente. Al llegar a su habitación, depositaba el corazón, el de papel y el suyo, en un frasco alto de vidrio, y lo volvía a tapar. Cuando el frasco se llenó con cientos de corazones de colores, lo envolvió, le puso un moño y se lo regaló a Robbie como regalo de cumpleaños. Con esto, Robbie no pudo pasar el hecho por alto, y así fue como un día que jugábamos “carambol” lanzando las fichas sobre el tablero esparcido de talco, vine a conocer la historia, pero sobre todo el dilema detrás de ella, o mejor dicho, exactamente frente a ella.

- Robbie confesaba, en principio, sentir algo por Madeline, pero en el siguiente instante ponderaba las tradiciones y costumbres de su familia y de su aldea, y lo que antes era una sonrisa se convertía en un gesto de profundo deber y respeto, pues según estas tradiciones, y más importantemente, según los padres de Robbie, él debía indicarles cuando quisiera buscar una esposa, para que ellos se encargaran de buscarle a la candidata más apta y más afín a su carácter, gustos y personalidad, naturalmente una chica decente y sencilla de su aldea, aquella aldea tan alejada de Singapur y de Madeline. La idea es, en esencia, que no hay nadie mejor que los padres para conocer al hijo y sugerirle la pareja más adecuada. Una vez tomada la decisión y llegada la noticia desde la aldea hasta Singapur, Robbie había de pedir vacaciones en su trabajo para viajar a India, a su aldea, y conocer a la prometida. Unos días, una semana bastaría para cumplir  con la formalidad de la presentación, y para fijar la fecha de boda para un año después, aproximadamente. Lapso de tiempo durante el cual Robbie, desde Singapur, y la novia, desde su casa, cultivarían el noviazgo por la vía postal y al cabo del cual él viajaría nuevamente a esa aldea suya para las fiestas y ceremonias pertinentes. La nueva esposa se uniría a su vida en Singapur y así hasta formar un hogar, hijos, y el resto de la historia común. Bajo este esquema, naturalmente, Madeline quedaba completamente fuera de los planes, y mi primera opinión al respecto, en mi papel de consejero observador, obviamente también. Mi reacción al conocer el conflicto interno de Robbie fue una combinación de sorpresa, incredulidad y de no poco disgusto. Para mí lo más obvio era que Robbie y Madeline se dieran tiempo y oportunidad de conocerse, y quien sabe, de vivir el proceso del enamoramiento y lo que fuera que pasara entre él con sus ancestros hindús y ella con su origen chino, él de religión católica por la influencia portuguesa en esa zona de India, ella atea por cualquier otra razón, él de piel morena y ojos grandes, ella de piel pálida y ojos rasgados, una historia de imposibles, de diferentes, de obstáculos y del triunfo del amor sobre las adversidades, como las historias que se cuentan y que se escuchan, aquí y allá, una y otra vez con gran interés. Por un momento Robbie dudaba, mis argumentos parecían hacerlo dudar cuando él intentaba buscar explicación a las ventajas de sus tradiciones, mis críticas hacia éstas y al sistema de castas que probablemente les dieran origen parecían cambiar la expresión en su rostro, pero sólo para inmediatamente regresar a sus principios y convincente argumentar que aquel modo tenía sus buenos motivos y que finalmente funcionaba mejor que mi occidental y liberal forma de pensar. Que según su idea, la elección paternal era la mejor por tomar en cuenta la forma de ser de ambos y sus compatibilidades, que cuando uno se enamora no piensa las cosas como son, que así la pareja no pierde la ilusión al poco tiempo y se dedica a conocer y aceptar al otro cotidianamente, y que al fin y al cabo uno cambia y todo matrimonio exitoso se construye más sobre la convicción y la voluntad diaria que sobre pasiones temporales. De inicio uno ha escuchado sobre aquellas tradiciones antiguas y en algunas partes todavía válidas, como la de esas parejas comprometidas desde la infancia por los padres, pero el hecho de conocer a Robbie y a Madeline en ese momento fue especialmente claro para mí y mis ideas. Este choque entre dos épocas, entre dos mundos, y la decisión que Robbie debió tomar al respecto, me hicieron comprender que uno no está en lo correcto nunca sobre algo, que incluso en lo más básico e incuestionable, siempre existen más de una forma de ver las cosas, y a su modo todas tienen su razón. A Madeline, claro, le habrá costado más entender la decisión de Robbie y su repentino viaje a India. A mí también, pero no cabe duda que ella, él y de paso yo, aprendimos algo durante el proceso. En el recuerdo los noviazgos para mí seguirán siendo experiencias entrañables, etapas de enriquecimiento y aprendizaje, pasados a menudo presentes y siempre parte de lo que soy ahora. Para Robbie el noviazgo no tiene plural y es el único y el definitivo y el primer paso hacia el matrimonio, en sus propias palabras, no hay “chiquichic” antes de la boda.



Con lo dicho, parece que la suma de los años hace que los temas de pensar y de narrar se vuelvan cada vez más existenciales, y, muchos opinaríamos, más empalagosos. Habiendo comenzado esta historia con promesas de crónicas y aventuras de viaje, el que toma la palabra lo hace sin medida y con motivos fuera del interés del lector: divagaciones sobre el matrimonio, como si tales asuntos formaran parte de un viaje que no sea otro que el de la vida, tema demasiado amplio para un texto como éste. Después de todo, el que viaja y escribe tendría también que recordar episodios menos trascendentales y no menos intensos. Oigamos pues sobre cómo este mismo personaje que antes se puso reflexivo, toca ahora un tema afín pero contrario, aquel que habla de ciertos lugares donde el viajero perdió el corazón y no una vez sino varias, incontables en todos los casos. Noviazgos, pasiones, e historias imaginadas sólo en el cruce de unas miradas.

- Cuatro lugares que he visitado han sido especialmente mágicos, y todos ellos comparten una misma magia, que a decir lo cierto no podría saber si se esconde en razones geográficas o genéticas, o si más bien fueron y son otro producto más de mi imaginación. Estos cuatro lugares, a primera vista, no parecerían compartir algo en común, de hecho en principio parecerían no ser más de lo que son, sitios distantes en más de un sentido: Sevilla, Chihuahua, Camboya y Australia. El factor que ha unido mi paso por estos cuatro lugares es uno sencillo pero fascinante: sus mujeres. 

- En los cuatro casos a partir del momento de llegada, mi estancia ha estado sellada por el cromosoma ‘Y’ del lugar, y la mayoría de sus habitantes de género femenino han ocupado mis cinco sentidos durante mi confundido y tosco paso por el sitio. De haber sido un ancestro mío quien descubriera esos lugares, les habría bautizado a todos ellos con el nombre de Zihuatanejo, tierra de mujeres. En una palabra diría que su belleza me ha fascinado, en unas cuantas palabras más diría que en unos casos ha sido su carácter, en otros su personalidad, en más de uno su sonrisa y en casi todos, su actitud, lo que me ha fascinado. De estos espacios me han quedado las imágenes cotidianas, omnipresentes, de rostros y cuerpos esculpidos, que van y vienen, que atienden comercios y sirven en restaurantes, que caminan por la calle y que inundan el lugar completo de su presencia, haciendo para todo hombre un privilegio llegar ahí y un tormento tener que partir. Por las calles cercanas al Guadalquivir, por el embarcadero de la bahía de Sydney, por la vecindad de la Alameda y Catedral, y por las aldeas cercanas a Angkor, en estos cuatro universos la mirada y el corazón no alcanzan para admirar la belleza de cabello largo y piel suave que los recorre; caminar por estas calles no es otra cosa que enamorarse a cada tercer paso. Y si bien en cada uno de estos sitios habitados por musas inspiradoras, el loco viajero cree encontrar a su Dulcinea cada cinco minutos, de los cuatro es la provincia de Camboya la que más hondo se ha marcado en mis sentidos de corto y de largo plazo.

- La increíble belleza de las mujeres camboyanas sólo pudo causar más admiración en mí cuando conocí el sufrimiento del que ellas, y el resto de la población, han sobrevivido durante los últimos años, y del peligro latente al que siguen sobreviviendo día con día. En la provincia de Siem Reap y sus alrededores, como en todo el país, la gente ha lamentado y lamenta a diario la pérdida no solamente de sus seres queridos, sino frecuentemente también la pérdida de partes de su propio cuerpo. A partir del régimen de terror de Pol Pot en los años setenta y su política de aniquilación, la gente de Camboya vive entre miles de minas explosivas bajo tierra, que hoy en día para un país cercano a la miseria es un lujo inalcanzable localizar y desactivar. Hoy en día ésta es, como otras zonas del mundo, una máquina que fabrica desgracias cotidianas, cuando el campesino al labrar su parcela, o los niños al jugar en la selva, hacen estallar una bomba que termina con su vida o se las mutila. El odio oculto bajo tierra exige el sacrificio de un brazo, o una pierna, o ambas, en no pocos casos. El panorama es desconsolador, abundan escenas de sobrevivientes mutilados, rostros en cuerpos incompletos que ya de por sí parten el corazón y la vista de quienes los ven. Pero a pesar de estas condiciones de vida, hay algo que opaca la tragedia, y es la sonrisa, el buen carácter de la gente, que en los rostros femeninos son la alegoría de la belleza. Atrás del polvo y de la tierra, los niños descalzos y mal vestidos siempre están dispuestos a regalar una risa, un saludo afectivo y a darles así una lección a quienes vienen de fuera y creían tenerlo ya todo. Por todo esto, cuando una mujer en Camboya sonríe, sus ojos se iluminan, su pelo negro brilla y su boca se convierte en lo único importante en este mundo, quien tiene la suerte de verla conoce lo bello, y sabe lo que es el amor a primera vista. Y por todo esto, cuando mujeres así abundan y se encuentran a cada paso, el corazón late más y mejor, y uno se siente cercano, casi parte, de la perfecta hermosura que le rodea. No por nada el poeta Pablo Neruda vivió en estas mismas tierras lo que él llamó ‘la belleza que florece en la obscuridad’.



- Voy a paso lento por una vereda en el bosque subiendo una colina alta. Los olores, los sonidos, los colores, todo lo que me rodea es paz, lo más cercano que se puede estar a la paz en un mundo como éste, lleno de guerras. Pero estando aquí de alguna forma todo se olvida, los problemas de la humanidad y los propios pertenecen a un lugar lejano, apartado de esta inmensa sublime tranquilidad donde el aire ligero me recorre de los pulmones a la cabeza y de regreso al corazón, haciéndome parte del ambiente. Y voy abriendo bien los ojos, descifrando cada sonido y disfrutando segundo a segundo la oportunidad de estar aquí. Cuando los árboles al lado del camino lo permiten, a lo lejos y en lo alto el paisaje deja ver una cordillera elevada, y a su centro una cumbre insinuando la nieve que la cubre y que se funde con las nubes que apenas la dejan ver. Más cerca y hacia abajo se distingue pequeño un pueblo del que resalta la torre de la iglesia principal, los tejados de las casas, las calles escarpadas y las plantaciones de té a las afueras. El camino es de tierra, marcado solamente por el paso ocasional de animales y autos, y va serpenteando subidas y bajadas por el borde de las montañas. He caminado toda la mañana y a mi lado Hué, otro viajero con el que me encontré aquí al pie de los Himalaya. El pueblo es Darjeeling, la cumbre el Kachenunga y el día perfecto para explorar estos alrededores. Durante el camino Hué ha hablado un tanto sobre Vietnam y Australia, sus dos países, y ha escuchado de mí otro tanto sobre México y Singapur, pero sobre todo la plática ha estado girando en torno al camino, a este camino asombroso que hace sentir cercana la naturaleza, el origen y el destino de todas las cosas.

- Antes de salir de Darjeeling pasamos por la calle principal rebosante de gente que parece hervir entre el mercado, los hostales y los comercios de víveres y equipo de montaña, en medio de un ruido ensordecedor y el denso humo de los jeeps, que son los únicos que llegan hasta acá. Más adelante rodeamos el albergue de la Madre Teresa donde las monjas reunidas en el patio rezaban vestidas todas ellas de azul y blanco, y ya en las afueras pasamos frente a la entrada de las plantaciones del té con certificación de origen de esta región. Los ingleses hicieron de esta zona templada un área de descanso y se apropiaron de estas plantaciones y de la gente que las trabajaba. Ahora muchas de ellas son cooperativas de acuerdo al gobierno estatal comunista de Bengala, pero éstas, como otras tantas cosas de la vida de pronto pierden sentido cuando se está caminando ante este escenario, donde uno entiende mejor el nacimiento de los dioses de elementos naturales. La naturaleza, sea obra o creadora, es la madre de todos los dioses, y estando cerca de ella uno simplemente se estremece y disfruta la vivencia. 

- También hemos venido todo el camino saludando a las personas con quienes cruzamos, o a quienes salen de sus casas a vernos, y Hué les dice algunas palabras en Nepalés, con lo que ellos sonríen como agradeciendo que no usemos el Bengalí, la lengua de quienes heredaron de los ingleses el derecho a oprimirlos. Una gran parte incluso habla Tibetano, por ser refugiados o hijos de éstos, que llegaron a este lado de la cordillera después de la invasión China a sus territorios. Como en tantos lugares, aquí han cruzado fronteras en busca de un futuro, a cambio de ser explotados. Pero ya habíamos dicho que estas consideraciones quedarían fuera para darle espacio al sentir de estos incontables tonos verdes, de esta ligera niebla y ahora mismo también de esta breve y refrescante llovizna. Así, con los sentidos llenos de motivos para definir lo feliz, al tomar una curva se deja ver, en la parte más alta del camino, un templo blanco rodeado del bosque de verdes. Uno al otro nos vemos y nos sorprendemos sonriendo ante el paisaje bañado de una neblina difusa que lo pinta aún más increíble, como si fuera uno de esos lugares que la gente pasa toda una vida buscando, y no podemos dejar de sentir que lo hemos al fin encontrado. Ya a la distancia nos parece un templo budista, por las formas y estilo de construcción. Consiste de una especie de pagoda blanca con techo de madera y al lado una ‘stupa’ de grandes dimensiones, quizá de tres o cuatro niveles y de varios metros de diámetro, coronada por una aguja dorada apuntando al cielo y perdiéndose entre las nubes bajas.

- Casi al mismo tiempo decidimos no tomar fotografías, por evitar tal irreverencia a la imagen frente ante nosotros. Nos acercamos, ahora casi sin decir palabra, y escuchando primero como un susurro y cada vez más fuerte un tocar repetido de tambores, que junto al ruido de un río cercano le dan al sitio un aire de más encanto. A la entrada un texto en japonés e inglés anuncia que este templo ha sido construido por la gente de Japón en honor a la tierra original de Buda. No hay nadie a la vista, ni en la stupa ni en el templo se ve un alma, pero los sonidos continúan ceremoniales, repetitivos como rezos de profunda fe. Así, sin decir palabra y como sabiendo lo que teníamos que hacer, nos acercamos y descalzamos para entrar al templo, el cual parece estar vacío pero del cual proviene el sonido sin duda. Dentro se ve un altar central con varias imágenes de Buda y a los lados, letreros en varios idiomas, se intuye que todos hablando sobre El Iluminado también. El interior es de madera, los pisos, los muros, y las escaleras que se ven a un lado, todo con una simplicidad y naturalidad que parecen estar en armonía con el lugar que les rodea. De las escaleras proviene el tocar de los tambores, uno, dos, tres, cuatro, cinco – cinco, uno, dos, tres, cuatro, ahora llenando por completo el lugar, y vamos hacia él, buscando su origen, atraídos sin pensarlo, como emigrar o hibernar, algo que simplemente se hace. Al final de la escalera hay una puerta y del otro lado, al cruzarla, nos encontramos con un grupo de cuatro personas postradas frente a un altar también lleno de estatuas de Buda, cada una sosteniendo un tambor en una mano y golpeándolo con la otra, siguiendo ese ritmo que nos llamó y trajo hasta aquí. Todos dan el frente al altar, nos voltean a ver cuando entramos y nos sonríen como invitándonos a unirnos a ellos, siempre siguiendo el ritmo en gran concentración y con una honda devoción.

- A espaldas de ellos hay unos tambores en el piso y apenas moviéndonos con la mejor discreción que podemos, nos acercamos a éstos y ahí mismo nos unimos al acto, sentándonos en flor de loto y siguiendo el ejemplo. Primero lo hacemos torpe y débilmente, más tarde nos vamos haciendo una misma parte con el sonido, con la plegaria, con el proceso emocional que ahí está ocurriendo. Desde mi lugar veo a los demás, el que está más al frente está vestido en blanco y puede ser el que guía, el resto son adolescentes y el más chico no tiene más de 10 años, todos tocamos formando un solo sonido. Todo, el ambiente, la llovizna afuera, el olor y la presencia del bosque, lo blanco del templo, el sonido, el siempre presente sonido, las imágenes de Buda, la madera, el estar aquí en este momento, todo lo que es y ha sido mi vida, todo es una sola cosa, todo es solamente este sonido, uno, dos, tres, cuatro, cinco –cinco, uno, dos, tres, cuatro.

- Hué se levanta y sale de la habitación haciendo antes una reverencia, yo me quedo un rato más. Uno de los niños también salió, quizá después de todo el tiempo siga avanzando pero, en verdad, no lo creo. No sé cuánto llevo aquí, si acabo de llegar o si llevo muchos minutos o muchas horas, estoy sumergido en el sonido y lo demás ahí está y estará. En un momento otra persona entró, cambió unas palabras con el hombre que está al frente, y después se fue. El hombre y los demás y yo y el sonido de los tambores, continuamos. Me doy cuenta que la llovizna ha parado, el olor del bosque se cuela por la única ventana y yo me levanto dejando el tambor a un lado y haciendo instintivamente la reverencia, quizá en honor a la existencia de lugares y momentos como éstos. Al bajar las escaleras del templo, una anciana vestida en blanco se acerca a mí y me regala unas palabras suaves y unos dulces pequeños y tan blancos como el templo y como el día. Sin poder y sin querer disimular mi profunda alegría tomo mis zapatos en la mano y me marcho caminando sobre el césped verde y mojado hacia la stupa donde presiento se encuentra Hué rindiendo a su modo, sus propias plegarias dando gracias por esto, y de paso por todo. Los cuatro niveles de la stupa están tallados en mármol blanco con escenas de la vida de Buda, desde su nacimiento hasta el momento de la Iluminación y sus enseñanzas. Sin mucho que decir, creo que Hué y yo pasaremos el resto de la mañana en un estado contemplativo que apenas podrá interrumpirse por el festejo ocasional al alcanzar a divisar, entre la niebla, la punta nevada del Kachenunga. Estando aquí sentados en la stupa y viendo al cielo, nos llenaremos de las reflexiones existenciales que un vietnamita y un mexicano pueden hacerse, sin hacer mucho por pretender comprenderlas. Los próximos días volveremos a salir, recorreremos varios kilómetros y visitaremos otros templos tibetanos, serán días de mucho sentir y pensar, días naturales y blancos, de paz.
 


- Los sueños siempre han maravillado a la humanidad, nos sorprende soñar sobre todo por ser algo que hacemos sin poder controlar y de alguna manera creemos que el sueño es reflejo de lo otro, de la vida que si creemos hacer conscientemente. Es tan grande el interés y tan poco lo que entendemos, que algunos llegan a querer descifrar sus sueños como si fueran asientos de café, cartas o líneas en la mano. Sea esto así o no, mientras viajé mis sueños cambiaron y de un modo incierto me hicieron pensar en esa extraña actividad subconsciente que ejercemos mientras estamos ausentes de este mundo. Uno de los sueños más recurrentes y también uno de los más compartidos con otros viajeros es en el que regreso por una noche a mi casa de origen y converso con parientes y amigos, y en la visita les comento lo bien que la estoy pasando y lo mucho que los extraño, siempre sabiendo que es una visita temporal y que debo regresar al viaje. Este tipo de sueños los atribuyo a la rapidez e intensidad de lo que se vive al viajar, pero durante mi estancia en Singapur tuve casi a diario sueños extraordinarios, por completo fuera de lo que hasta entonces solía soñar normalmente. Durante quinientos días, o más bien, durante quinientas noches, mi forma de soñar cambió por completo y tuve varios cientos de sueños especialmente memorables, intensos, inverosímiles, pero sobre todo y casi todos ellos, muy agradables y tras los cuales me despertaba con una sensación de alegría y satisfacción que no dejaba de sorprenderme y disfrutar a diario. Entre otras cosas volé, regresé a sitios visitados, dialogué con mucha gente, encontré respuestas a preguntas olvidadas, reí y volví a volar. Algunos quedaron atrapados entre letras en papeles extraviados, otros fueron charlas con amigos, pero entre todos el que más quedo grabado en mi memoria es uno especialmente extraño.
- En este sueño me sé dormido y sueño que sueño que estoy en un lugar que conozco bien y en el que me encuentro a una amiga de hace mucho tiempo y a quien me da mucho gusto ver. Los dos sabemos que estamos dormidos y que estamos compartiendo el mismo sueño, cada uno en lugares lejanos en la realidad, pero viviendo un sueño en común. Esta capacidad de invitar o ser invitado a un sueño ajeno y hacerlo propio, así como la claridad con que lo supe al momento de soñarlo lo hacían todo más especial y muy satisfactorio. El sueño continúa así y siendo que en la realidad no nos hemos visto en mucho tiempo, en el sueño hablamos, jugamos y reímos, felices de estar ahí. Sin embargo, en un instante que nos toma por sorpresa, alguien nos despierta de este sueño y al regresar precipitadamente a nuestros sitios en la realidad me doy cuenta que algo no encaja. Al abrir los ojos veo un lugar distinto al mío y a mi alrededor no están mi cuarto ni mis cosas, y alguien a quien no conozco me habla familiarmente por un nombre que no es el mío. Con eso me doy cuenta que en la prisa por salir del sueño nos hemos equivocado y hemos regresado en el lugar del otro, mediante el sueño he despertado yo en el lugar de ella, y supongo que ella estará allá donde yo dormía.

- Es en medio de este dilema donde desperté con el desconcierto del intercambio de lugares, con una sensación extraña por el realismo del episodio, pero sobre todo con la profunda satisfacción de haber encontrado a esta amiga en el sueño, y haberla sentido tan cercana y tan real. Varias mañanas en Singapur me recibieron con este tipo de sensaciones, sueños de una locura agradable y satisfactoria, noches tal vez tan ilógicas, irreales e increíbles como los días que las interrumpían.

- Pero los sueños nocturnos no eran menos reales e importantes que los sueños que viví durante aquellos días. Tan valiosos serían los sueños imaginados como los hechos reales, no menos magníficos y hoy no menos inolvidables. En mi ajetreada memoria finalmente conviven unos y otros acaso con la misma credibilidad. Por fortuna sé que algunos de esos sueños sí fueron ciertos y el inusual encuentro con Shelly fue y es prueba y ejemplo contundente.

- Vía Internet una estadounidense que vivía en Japón desde hacía unos años me solicitó alguna recomendación para su paso por Singapur en camino hacia la isla de Bali en Indonesia. Siendo que unos meses antes yo había quedado prendado de aquellas tierras y de su gente, le asesoré lo mejor que pude en esas circunstancias, ayudándole también a reservar hospedaje para los días en Singapur. El día llegó en que recibí su llamada, y así quedamos de vernos en la estación del MRT (metro) City Hall un sábado por la mañana. Tan ilógicamente como en uno de mis sueños, a ninguno de los dos se nos ocurrió que nunca antes nos habíamos visto, y que por lo tanto sería difícil reconocernos en medio de los cientos de pasajeros que pasan por el lugar. Hasta que llegué al sitio me di cuenta del tamaño del error, y queriendo improvisar pensé que descalificando a las mujeres de aspecto oriental aumentarían mis posibilidades de encontrarla, pero durante dos horas nunca fructificó mi método de acercarme a cuanta mujer calificaba como sospechosamente estadounidense y preguntarle si ella era Shelly. Ocasiones no faltaron de usar el pretexto para hacer conversación y porqué no algo más, pero la búsqueda persistió, por desgracia sin resultados. Algo que tampoco consideramos fue que Shelly no sólo no me conocía a mí, sino tampoco conocía Singapur, y las mismas dos horas estuvo ella esperando a alguien con aspecto de mexicano en otra estación que no era la de City Hall. Finalmente y después de muchas horas de espera y recados, quedamos de encontrarnos en el Museo de Arte, ella llevaría unos shorts cafés y pelo rubio, y yo como signo de reconocimiento mis largas barbas y una playera blanca. Cuando al llegar la vi sentada en aquella mesa del café del Museo me arrepentí no solamente de no haberla conocido antes en ese fin de semana, sino antes en mi vida. Tan bella Shelly temí pensar que sería aburrida y vacía como dicta la regla intrínseca del ligue, aunque ya sus correos electrónicos lo negaban. Así se dio la plática, un poco sobre México y Estados Unidos a cambio; otro poco sobre Singapur y Japón a cambio; otro poco más sobre los viajes y la vida y sobre la gente y la democracia, y el clic de la primera impresión se hizo más grande, lo real parecía más un sueño y así pasaron las horas con té helado, luego caminando por los Jardines Chinos, luego en el vagón del metro, pero siempre y cada hora más identificando la proximidad en alguien que viene de una vida tan lejana. Tras este tiempo el avión de Shelly salió rumbo a Bali, y en él ella, rumbo a unas vacaciones por comenzar y una vida suya por seguir. Yo me quedé pensando que las coincidencias existen, que esas veloces horas que compartimos se quedarían en mis recuerdos primero por la casualidad y la sinceridad con que se dieron, y sobre todo por el enorme placer de descubrir y compartir el sentir y el pensar con alguien tan cercano en los gustos e intereses que más importan en la vida.

- Shelly se convirtió a partir de ese momento en un recuerdo especial entre la mucha gente que conocí en Singapur. Amigos de Rumania, España, Irán, China, Colombia, Inglaterra, Francia, Italia, Suecia, de tantos pasados e historias para aprender, pero las pocas horas que compartimos con Shelly fueron tan mágicas y satisfactorias como el mejor de esos sueños tras los que me desperté sonriendo.
 

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Detengan esta locura de una vez - septiembre 11, 2001

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