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Muerte por transpiración


El rey Carlos IX muere sudando sangre, envenenado incidentalmente por su propia madre, Catalina de Medici. De las miles de muertes en las masacres entre protestantes y católicos del siglo XVI, es la del rey Carlos IX una que estremece, como si no todas las muertes de por sí estremecieran. Pero es que no es el filo de una espada lo que corta la existencia del rey, sino el odio de la reina madre que, planeando asesinar a su enemigo, termina matando a su propio hijo. El rey, que viene a ser quien recibe el golpe de boomerang si así se entendiera más tarde la narración de Alejandro Dumas, se interesa por el libro de cacería que la madre manda envenenar, página tras página, planeando que sea su enemigo quien lo lea y así muera. El hecho pues, que quede registrado, es que es el rey quien ávidamente da lectura a su muerte en una de esas casualidades que terminan por poner las cosas en su lugar, por más que no haya quien pueda convencer a la reina madre que así fue y que era ese su lugar. Tras días de pasar las páginas con el dedo ensalivado, el rey termina rendido en una cama asombrado y asombrándonos a todos al descubrir que su transpiración no es sudor sino sangre. Poro a poro por su piel se le escapa la vida, las sábanas teñidas en rojo y su cuerpo cada instante más débil y más blanco, sobre todo su rostro que parece no reponerse desde la fatal sorpresa. Catalina, al cabo, se da cuenta que su intención de odio y muerte se le regresa; quién le diría que las cosas en esta vida se devuelven temprano que tarde, y si alguien lo hizo ya tarde lo creería. El que agoniza es su hijo y cada transpiración es un paso más hacia el final, una muerte lenta pero certera en que la vida se le extingue al rey como la flama de la vela termina por achicarse y desaparecer.

El cuento viene a cuento porque en México todos sufrimos un mal en mucho idéntico al del rey que yace, y junto a él su madre, sin poder los dos evitar lo inevitable. El cuerpo mexicano transpira muerte y lo que es todavía peor, aún no nos hemos dado cuenta. Le limpiamos el sudor como si agua salada fuera, sin ver el pañuelo y encontrarlo teñido todo en rojo por su propia sangre. Esta sangre que se nos va es el racismo que todos día a día practicamos y que queremos creer que no existe. Las páginas de quinientos años de discirminación nos han manchado los dedos de un veneno muy real y muy potente que parece causar adicción y del que seguimos alimentándonos sin reparar en que lo que brota de nuestra piel no es sudor ya, sino sangre. La madre, es decir, la historia de este país, nos ha dejado una herencia de la que todavía no todos nos damos cuenta.

El racismo que ocultamos bajo la alfombra, o que se nos oculta bajo la piel, para seguir con el asombrado Carlos IX, es distinto al que otros tiempos y lugares han visto. Si nos preguntan, en México a menudo respondemos que es en Estados Unidos donde hay racismo y que, sin duda, al cruzar la frontera hacia el sur termina el odio y la fraternidad empieza. Nada más falso y no que yo lo diga, baste preguntar allá, dentro de las fronteras del país del norte si es más racista con un latino el blanco o el mismo moreno. Ya de este lado nos enorgullecemos de la amistad que damos al extranjero, y todo es parte del desdén que tenemos al espejo, del miedo a ser lo que somos y la convicción de no serlo, tanto que nos ha llevado casi a convencernos de que no existimos, de que el color moreno es un problema de bronceado que con maquillaje se soluciona. Hoy en México los indígenas levantan la voz para recordarnos quiénes son y con ello nos damos cuenta quiénes somos, al verlos a ellos nos vemos a nosotros y la imagen no es de gusto, se desfigura el rostro al asombro del pañuelo teñido en rojo. La condición de sombras en que los hemos querido poner nos pone a nosotros bajo el reflector, descubriendo nuestras peores partes, permitiéndonos ver al cabo que el pañuelo que creíamos lleno de sudor está en realidad lleno de sangre de odio y racismo siempre ignorado y por ello más doloroso.

Racistas somos cuando usamos indio como una ofensa, y seguimos desangrándonos con otros sinónimos para quienes son diferentes, con menos dinero o menos estudiados, incluso con acentos de otro lugar. Naco, prieto, gata, María, los poros son muchos y por ellos el odio sale, a menudo sin pensarlo, rara vez sin ofender. Racistas somos cuando tuteamos al que menos tiene, mientras ella o él nos hablan de usted por una jerarquía basada en siglos de un dominio clasista y por una dignidad que no hemos podido robarles. Que el diez porciento de los mexicanos pertenezcan a las 56 etnias indígenas del país que conservan sus lenguas, tradiciones y lugares de vida podría parecer que el mal no es tan grave y que la hemorragia del cuerpo mexicano podría remediarse con algún procedimiento antitetánico, tal y como Carlos IX y su madre se habrían querido convencer durante la larga agonía. Que el otro noventa porciento de la población haya atacado sistemáticamente al indígena, alguien pensaría, sería parte de una reconciliación como en la que los colonizadores hoy dicen perdón a los colonizados en Australia o Nueva Zelanda. Pero el problema no es tal. Australia está muy lejos de México, Victoria y el capitán Cook no son Isabel y Hernán Cortez, los Maoris no son los Mayas y en México no es uno ni son varios grupos étnicos quienes buscan reivindicarse y hablarse de tú con una sociedad que los ha ignorado. No es solamente eso, que ya es mucho de por sí. Los síntomas de envenenamiento que presenta nuestro paciente son menos como una herida, por profunda que sea, y más como el inevitable mal que se dejaba ver en el rostro de Carlos IX, aterrado ante la sentencia de un cuerpo que en vez de vida respira muerte. La muerte por transpiración se siente cuando el racismo se ha extendido hasta abarcar al grupo que se halla bajo el holgado nombre de mestizo, es decir, a la mayoría de la población que tiene raíces indígenas pero que se ha transplantado a otra tierra, bajo otro nombre, con otra lengua y con otra forma de vida. Una forma de vida que no pocas veces reniega de su origen deslumbrada por un destino que antes fue de espejos y caballos y hoy tiene marca comercial y anuncios de televisión. Es ese porcentaje indefinido de mexicanos con "nariz de chile relleno" como cantara el Mastuerzo al ritmo de lo naco es chido, esas y esos hijos o nietos de indígenas, quienes hace una o dos generaciones todavía vivían en su lugar de origen y hablaban y cantaban y pensaban como eran, los que todavía veían la mancha de garzas rumbo al palmar. En fin, son esas muchas y esos muchos que ya olvidaron lo que era propio y aprendieron ya lo extraño tomándolo como suyo para llenar un vacío que durante cinco siglos no ha terminado, para nuestra fortuna, de extinguirse.

El cuerpo que se nos está desangrando en una cama es el nuestro, el de un país de mayoría mestiza de raíces diversas que es invaluable justamente por esa riqueza. Multicultural se le llama hoy, y es una de las mejores lecciones que la globalidad nos está enseñando. No es la uniformidad de criterio ni de ideales ni de modos de concebir el mundo lo que nos va a llevar en el camino hacia delante, acaso porque esencialmente no existan culturas superiores. Tampoco culturas puras que se mantengan aisladas, lo que hay en este mundo son muchas formas de entenderlo y en los milenios de historia no hemos sabido comprender que tan válidas son unas como las otras. Esta es la misma ceguera que llevó a la reina madre a terminar con un cuerpo vacío de sangre por hijo. Mientras en México sigamos transpirando discriminación, y lo que es peor, mientras no miremos el mal que cada día sale de nuestra piel y nos mancha el cuerpo, seguiremos sin saber cómo crecer como sociedad. Hoy creemos que respiramos, que nada está mal. El día que creímos que finalmente si éramos parte de Norteamérica hubo quien nos recordó que se nos olvidaba el resto del cuerpo atrás, creíamos que andábamos mientras se nos iba quedando atrás el corazón indígena, olvidado. Al verlo y vernos nos damos cuenta que otras partes también se nos quedaban atrás también. 30 millones de corazones olvidados y muchos más en camino de serlo.

Hoy tenemos que reconocer y tenemos que hacerlo si queremos parar la hemorragia de este cuerpo, que cualquiera que sea el camino por el que decidamos avanzar, no puede ser señalado por un partido gobernante autoimpuesto, ni por el que lo sustituye con la voz de mando que da el dinero a falta del respeto. En tiempos de Carlos IX la razón y la ciencia no pudieron parar ni su muerte ni la de muchos miles en matanzas como la de San Bartolomé en Agosto de 1572. Hoy, cinco siglos después la razón nos dice que el camino por el que una sociedad avanza tiene que ser decidido por quienes lo caminan. Un México sin mujeres, o sin indígenas, o sin pobres, un México incompleto ya no puede seguir tomando las decisiones por todos, ni por vía de la dictadura partidista ni por la democrática electoral. México lo construimos todos, o el cuerpo que hoy con indiferencia se desangra se nos va a ir como se le fue el hijo, entre lamentos y arrepentimientos, a Catalina de Medici.


Ricardo Sosa Medina
Marzo, 2001.


 

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Ultima actualización / Last update: Mar, 2001.
 

 

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Detengan esta locura de una vez - septiembre 11, 2001

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